Page 644 - El Misterio de Belicena Villca
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una flota sólo en el Yangtse-Kiang, sin contar los que flotaban en otros Ríos y en
                 el Mar, y que viajaban hasta Hong Kong, Cantón o Macao.
                        Sobre el río Vu-Sang, pasamos frente a numerosos y modestos poblados,
                 dedicados a la labranza y el cultivo, y al lago Tai-Hu que llena con sus aguas.
                 Tras deslizarnos 200 km. llegamos  a Shanghai y atracamos en un pequeño
                 embarcadero privado, provisto de una gran choza que servía de depósito. Otros
                 miembros de la Banda, que aguardaban disciplinadamente, se encargaron de la
                 descarga y la estiba, y de llevarse a las prostitutas y a los fugitivos. Nos
                 sorprendió la ausencia de control japonés, a los que tampoco vimos en Nanking
                 ni en ninguna otra parte. –Es que los japoneses ya fueron untados –nos dijo el
                 guía en su llamativo pidgin, una jerga mezcla de portugués e inglés que se habla
                 en las costas marítimas de China: obviamente, llamar untar al soborno es una
                 ironía propia de Portugal y España. –¿No os lo explicó el Señor Thien-ma? Le
                 contesté en la misma lengua que sí, pero que nos impresionaba el poder que la
                 pasta de la Banda Verde ejercía sobre las personas  untadas. Sonrió y nos
                 comunicó que iríamos de inmediato a Shanghai.
                        Al salir de la zona  portuaria, tomando por calles que el guía parecía
                 conocer muy bien, llegamos a una plaza-mercado de enormes dimensiones,
                 donde existía una natural aglomeración de cientos de yin-kiricsas, esos vehículos
                 japoneses tirados por un hombre, que tienen forma de calesa individual y los
                 ingleses denominaban  rickshaw. Nos pareció el colmo de  la organización y la
                 disciplina el verificar que seis se  hallaban apartadas esperándonos, sin dudas
                 advertidos por los Verdes que habían salido antes del puerto. Miré de reojo a Von
                 Grossen, pero lo notó.
                        –Estos malandrines sí que saben hacer las cosas –gruñó–. Deberíamos
                 venir a aprender de ellos.
                        Yo no atendí a esta exageración pues ya rodábamos a bastante velocidad
                 y me absorbía completamente la vista de la gran ciudad: con 5.000.000 de
                 habitantes en 1938, Shanghai para los ingleses, Changai para los franceses, y
                 Xangae para Portugueses y Españoles, era una ciudad tremenda para cualquier
                 par de ojos occidentales. Ahora nos dirigíamos a la “Colonia modelo”, o bund, la
                 isla que los occidentales supieron levantar en medio de un  pantano insalubre,
                 que fue el único lugar cedido por los chinos en el tratado de Nanking de 1842,
                 rubricado a cañonazo limpio por los ingleses que en ese año ocuparon Shanghai
                 pese a los 250 cañones de las baterías  sobre el Vu-Sang: los piratas
                 desembarcaron la infantería, que neutralizó los cañones y marchó sobre la
                 ciudad, mientras los barcos ingresaban por la puerta del Norte y los chinos huían
                 por la puerta del Sur.
                        Sobre esos terrenos pantanosos se levantó una magnífica ciudadela
                 europea, amurallada, con canalización empedrada del agua, y calles
                 pavimentadas e iluminadas. Se construyeron edificios gigantescos pertenecientes
                 a las tres potencias ocupantes: Inglaterra, Estados Unidos y  Francia; y pronto
                 surgieron tres barrios característicos de esas nacionalidades, además del
                 infaltable  chinatow, llamado Nantao por los chinos. Las tres potencias
                 colonialistas obtuvieron zonas extensas de puerto privado para que sus
                 Compañías de Comercio Exterior instalasen factorías comerciales. Cuando los
                 alemanes pretendieron ingresar en este negocio, el puerto ya estaba
                 completamente repartido y se vieron obligados a pagar franquicias a sus
                 competidores. De todos modos, no era mucho lo que Alemania comerciaba con

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