Page 649 - El Misterio de Belicena Villca
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Edwin Papp había interpretado correctamente mis sentimientos. Era
indescriptible la felicidad que sentía entonces por hallarme nuevamente en la
patria, de la que más de una vez en las últimas semanas me despedí,
suponiendo que no regresaría nunca. El Mercedes tomó hacia el Oeste y dobló
frente a la Puerta de Brandenburgo, que estaba cubierta de banderas con
svástika y guirnaldas de las recientes fiestas. Ahora iba rumbo al Este, por la
Unter der Linden o Avenida de los Tilos: vi pasar la Plaza de París y la Estatua
de Federico el Grande. Al fin de la avenida, dimos la vuelta a la Plaza de la
Opera, ámbito del Palacio del Emperador, de la Biblioteca Real, de la Opera de
Berlín, de la iglesia católica de Santa Eduvigis, de la Universidad, y de varios
edificios militares. Finalmente, desde los Tilos y la Plaza de la Opera, el coche se
dirigió al barrio Friedrichstadt y empezó a rodar por la Vilhelmstrasse, que es
su límite Este. El paseo había terminado.
–¿Te imaginas quien me envió a buscarte al aeropuerto, no? Tu patekind
sufrió mucho cuando te creímos perdido y tiene enorme impaciencia por
saludarte y abrazarte. No quiso que nadie te desviara y por eso mandó su coche
a recibirte y me comisionó, bajo órdenes rigurosas, –bromeó– para que te
custodiara sano y salvo a su lado.
Minutos después arribamos al 77 de la Vilhelmstrasse. En la
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Reichskanzlei , en efecto, nos esperaba el Stellvertreter del Führer.
Una hora más tarde, luego de despedirme del Oberführer Edwin Papp,
dejaba la Cancillería en compañía de Rudolph Hess. Se había emocionado
sobremanera al verme, y entonces comprendí cuánto me quería aquel antiguo
Camarada de Papá. Durante los seis años que se ocupó de mi destino en
Alemania no sólo fue como un padre, sino que me profesó idéntico afecto. Ahora
ibamos rumbo a la Gregorstrasse 239, a visitar a Konrad Tarstein.
Era la primera vez que iríamos juntos y, como Rudolph Hess podía ser
fácilmente reconocido por el público y no quería llamar la atención sobre el
domicilio de Tarstein, había insistido en que Yo manejase el Mercedes mientras
él se mantenía discretamente sentado en el asiento trasero. En verdad, no sólo
con Rudolph Hess, sino con nadie más que Tarstein estuve nunca en la
misteriosa mansión. Incluso llegué a sospechar que los Iniciados de la Orden
Negra se reunirían en otro sitio, pues jamás hubo nadie más que nosotros dos
durante los dos años que frecuenté la casa. Pero esa vez sería diferente.
Como si fuera la repetición de un Ritual, golpeé la mohosa argolla que
giraba dentro del puño de bronce y la chillona voz de Konrad Tarstein respondió
desde algún indefinido lugar, detrás de la desvencijada puerta.
–¿Si?
–Soy Kurt Von Sübermann –me presenté, hablando en dirección a la
diminuta mirilla donde los huidizos ojillos del Gran Iniciado verificaban mi
identidad.
Se abrió la puerta y la figura rechoncha y pequeña de Konrad Tarstein
apareció, con la mano cortésmente extendida para saludarme.
–Kurt, Rudolph, me alegro de verlos –dijo, rompiendo el Ritual.– Pasen:
los estábamos esperando.
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Cancillería del Reich.
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Lugarteniente.
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