Page 648 - El Misterio de Belicena Villca
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quizás más de lo que a los Iniciados de la Orden Negra les conviene que alguien
sepa! Presiento que tal vez no nos volvamos a ver –concluyó lúgubremente.
–¡Ud. delira, mi Standartenführer ! –exclamé horrorizado– ¡Eso no puede
ser! Regresamos de cumplir una importante misión, creo que exitosamente, y no
hay motivo alguno para que en lugar de recibir la aprobación superior alguien sea
castigado. ¡Ud. está cansado, Von Grossen, se lo digo respetuosamente! Verá
como pronto nos reuniremos en una cervecería de la Friedrichstrasse para
festejar. Es natural que primero debamos brindar los informes correspondientes a
nuestras respectivas unidades, pero luego de esos lógicos trámites dispondremos
de tiempo para volvernos a ver.
Von Grossen sacudía la cabeza como negándose a admitir que mis
argumentos penetraran por sus oídos.
–¡No; no! Von Sübermann, una vez más Ud. no comprende la situación.
Escúcheme bien ahora porque la posibilidad de que nos separemos
definitivamente es real. Se lo digo muy consciente y basándome en toda mi
experiencia previa en operaciones secretas. No estoy tan cansado como para no
poder prevenir lo que puede ocurrir: seremos eliminados. Es decir, si Ud. no nos
salva, Kurt. Créame, viviremos sólo si Ud. asegura a sus Jefes que no
hablaremos a nadie sobre lo que hemos visto. Esa es la garantía que ellos
necesitan para dejarnos en libertad: ¡todo lo contrario de lo que Ud. supone! Ja,
ja, ja: ¡un informe! Ud. me hace reír, Von Sübermann: ¿a quién le interesa que Yo
haga un informe sobre lo que he visto en el Tíbet y lo que le he visto hacer a Ud.?
¿piensa que los Iniciados de la Orden Negra permitirán que exista un informe
oficial sobre el vîmâna de Shambalá, o sobre los perros daivas, o su Scrotra
Krâm? No, Von Sübermann: por Ud. estamos condenados a muerte. Y sólo Ud.
nos puede salvar. Por el contrario de lo que ingenuamente ha sugerido: ¡asegure
a sus Jefes que ni Oskar Feil, ni Yo, haremos ningún informe, y puede ser que
así conservemos la vida!
Lo tranquilicé lo mejor que pude, reafirmándole mi lealtad: ¡jamás
permitiría que a ellos les sucediese nada por mi causa! Y partimos,
separadamente, hacia Berlín.
En el aeropuerto de Berlín aguardaba un Mercedes Benz de la Cancillería
con escolta de motos. Al verlo, pensé que se encontraba a la espera de un
Ministro o un General, pero mi sorpresa fue grande al reconocer al Oberführer
Papp parado al lado de la puerta.
–¡Kurt Von Sübermann! –llamó, sonriendo cariñosamente. No pude evitar
recordar la primera vez que lo viera, en la cabaña de Rudolph Hess, en el
Obersalsberg de Berchtesgaden. El también lo recordó, porque dijo, apenas me
acerqué:
–Seis años, Kurt. ¿Mucho o poco? Seis años y regresas de tu primera
misión. Hemos temido por ti ¿sabes? Fue un alivio para todos los que estaban al
tanto de la operación el recibir noticias tuyas. ¡Pero desde Shanghai! Ja. Nadie
podía creerlo. Ya me contarás cómo hicieron para atravesar China.
El coche cruzó el Spree por el Puente del Castillo y comenzó a girar
alrededor del Lustgarten. Miré a Edwin sorprendido, pero no tuve tiempo de
decir nada:
–Pensé que te gustaría dar una vuelta previa por la ciudad, antes de llegar
a la Cancillería; ¡te reanimará, después de tantos meses en el Asia!
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