Page 671 - El Misterio de Belicena Villca
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puntería. Mientras tanto, nosotros los  entretendremos con fuego a discreción
                 ¿Estás de acuerdo?
                        –Absolutamente de acuerdo. El plan es en verdad suicida, pero el único
                 que me da alguna posibilidad, –acepté.
                        –Has hecho bien en conservar ese traje ruso: es de oficial. Puede serte útil
                 más adelante, puesto que hacia donde vas no hay alemanes sino rusos. Y tú
                 hablas la lengua de los infrahumanos ¿no?
                        Asentí con un gesto. Ya no tenía ganas de hablar, ni de bromear; sólo
                 ansiaba partir a la aventura suicida. Comprendía que me jugaba el todo por el
                 todo y sólo deseaba partir.
                        Otto Meyer lo entendió así pero no cesó de hacer chistes hasta el fin.
                        –Adiós Camarada –se despidió sonriendo–, la próxima vez que nos
                 veamos me llevarás a pasear en sidecar. Ja, ja, ja.
                        –Y tú en un panzer de carrusel. Ja, ja, ja.
                        Al final reímos ambos, y nos despedimos también para siempre.


                 Capítulo XLII


                        Crucé la avenida principal del Thiergarten acostado sobre un bólido que
                 corría a más de cien kilómetros por hora, esquivando con reflejos instantáneos
                 miles de baches de lo que parecía  un paisaje lunar. Las baterías alemanas,
                 alertadas por Otto Meyer, abrieron el fuego simulando tratar de acertarme, cosa
                 que desconcertó a los rusos y los llevó  a concentrar el fuego contra ellas,
                 permitiéndome alejarme.
                        Diez minutos después entraba en el Gipfelstadt y circulaba a regular
                 velocidad por la Gregorstrasse. Me detuve frente al 239, me levanté las
                 antiparras, y observé a ambos lados de la calle: ni un alma. Pero lo más curioso
                 era que, contrariamente a las demás manzanas, que habían padecido el
                 demoledor ataque de los bombardeos, la que contenía la casa de Konrad
                 Tarstein se hallaba intacta, como si la guerra no hubiese pasado por allí.
                        Nuevamente, como un Rito mil veces repetido, golpeé, la mohosa argolla
                 que giraba en el puño de bronce.
                        –¿Sí? –la chillona voz de Tarstein se dejó oír a través de alguna rendija de
                 la antigua puerta.
                        –Soy Kurt Von Sübermann; es  decir, Lupus, soy Lupus, Camarada
                 Unicornis.
                        Se abrió la puerta y Tarstein, en el colmo de la serenidad, repitió una vez
                 más.
                        –Pase, lo estaba esperando. Son las 16 hs. Llega justo para una taza de té
                 ¿si es que no le afecta adelantar una hora el horario inglés? –indagó con ironía.
                        –No, no. Un té estará bien. Ud. no sabe lo que he tenido que pasar para
                 llegar aquí: literalmente, atravesé un desfiladero de munición  pesada. En esos
                 instantes no sabía si iba a llegar aquí; y no sabía tampoco qué iba a encontrar
                 aquí. Se imaginará mi sorpresa al comprobar que no se ha apartado Ud. de sus
                 costumbres habituales.
                        –Mi estimado Lupus, no es bueno para la salud que un viejo como Yo esté
                 cambiando a esta altura su modo de vida –explicó con renovada ironía–. Venga,

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