Page 680 - El Misterio de Belicena Villca
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Dispuesto a hallar la Piedra partió hacia Tierra Santa no sin antes ser
excomulgado por el Papa Gregorio IX. En ese mismo año murió de parto la
infortunada Reina Isabel, dando a luz al futuro Rey Conrado IV, padre luego del
desgraciado Conradino. Enterado que Juan de Ibelín se hallaba en Chipre, tomó
esta isla por asalto con 800 Caballeros Teutónicos y se apoderó de sus hijos,
Bailán y Balduino de Ibelín. Llegado hasta el campamento del Emperador para
parlamentar, Federico II le solicitó la devolución de la Piedra y del Mensajero de
Gengis Khan, a lo que respondió Juan de Ibelín que el mongol había muerto
hacía años y que la Piedra la tenía en su castillo de Beirut, en la Palestina
Franca. Ante esto, hizo Federico colocar a los jóvenes Príncipes en el potro de
tormentos y amenazó con el suplicio si no le era restituida la Piedra en un plazo
mínimo, a lo que accedió sin condiciones el Señor de Beirut.
Una vez obtenida la Piedra, pudo conocer la raíz del complot. Este había
tenido su origen en la Orden del Temple: el Gran Maestre le había asegurado al
Papa, y a muchos piadosos Caballeros francos, que Federico II planeaba una
alianza con los mongoles para someter el Mundo a su voluntad; el siguiente paso
sería la destrucción de la Iglesia Católica. Esta información, aunque no
totalmente falsa, sí era maliciosa y malintencionada, y consiguió el efecto
buscado de impedir que dicho pacto se concretase. Pero el complot se había
desarrollado seis años antes y ya no tenía arreglo, luego de la muerte de Gengis
Khan.
Así pues, vencido en lo que constituía el objetivo espiritual de su vida,
desembarcó Federico II en Tierra Santa dispuesto a tomar venganza en cuanto le
fuera posible. Paradójicamente, aquel Emperador de los Reyes cristianos
afrontaba una sublevación general de los Señores francos, fomentada por las
Ordenes Templaria y del Hospital, y en cambio gozaba de la alta estima de los
árabes. Durante años, en efecto, Federico II mantuvo correspondencia con el
Sultán de Egipto, Malikal-Kamil, quien lo consideraba “el más grande Príncipe de
la Cristiandad” y “un Santo”. En esa ocasión no vaciló en cederle las tres
ciudades santas, Jerusalén, Belén y Nazareth, que estaban en su poder; en 1229
se firmó el tratado de Jaffa que confirmaba tal cesión, siempre y cuando la
custodia estuviese a cargo de los Caballeros Teutónicos.
Pero Federico II no se contentó con humillar de este modo a los francos:
deseaba que toda la Siria pasase a poder de los Caballeros Teutónicos y empleó
cuanto recurso tuvo a mano para lograrlo, entre ellos la promesa hecha a los
Sultanes de compartir con los mahometanos los lugares santos; de hecho,
permitió que en Jerusalén continuaran abiertas las mezquitas, lo mismo que en
las demás ciudades que recuperó. En Jerusalén protagonizó el hecho más
irritante al tomar la Corona de Rey, que se hallaba sobre el Santo Sepulcro, y
coronarse por Sí-Mismo, colocándosela en la cabeza ante la presencia del Gran
Maestre de la Orden Teutónica Hermann Von Salza y cientos de Caballeros
alemanes y sicilianos.
No conforme con esto, se dirigió a San Juan de Acre, Bastión de los
Templarios, y la ocupó con sus tropas. En el palacio del Rey, del que se apoderó
por ser soberano de Jerusalén, dio una gran fiesta a la que invitó a numerosos
jefes del Ejército sarraceno, durante la cual exhibió decenas de prostitutas
cristianas rescatadas de lupanares pertenecientes a los Templarios. Esta
iniciativa puso al descubierto la hipocresía de los Caballeros francos, que por un
lado proclamaban la castidad, y hasta practicaban la sodomía, y por otro
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