Page 694 - El Misterio de Belicena Villca
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Tío Kurt me reveló la forma del Kilkor e hizo demostraciones sobre el
                 dominio mental que permitía ejercer  sobre los perros daivas. Comprendí
                 entonces que el “silbido” empleado para lanzar los perros sobre mi, cuando entré
                 furtivamente en su finca, no había sido  en verdad un sonido audible: fue mi
                 inconsciente predisposición a captar los símbolos del Kilkor, desde “más allá de
                 Kula y Akula”, la causa de la percepción de la orden de tío Kurt. Igualmente había
                 sucedido con los quejidos de los dogos tibetanos que expresaban sus deseos
                 contenidos de atacar: todo fue mental, percepciones extrasensoriales, símbolos
                 que la ignorancia de mi razón traducia como originados por sonidos, la ilusión de
                 sonidos. Desde luego que sólo Yo, o alguien que poseyera como Yo “el Signo del
                 Origen” hubiera podido oírlos: cualquier persona “normal”, por más
                 adiestramiento que poseyera su sentido auditivo, sólo habría notado la presencia
                 de los canes cuando las fauces mortales se hubiesen cerrado sobre sus
                 miembros.
                        En fin, tío Kurt había quedado, como tantas cosas inconclusas que
                 quedaron, en permitir que Yo lo empleara de acuerdo a sus indicaciones; pero la
                 ocasión no se presentó y no llegué a efectuar ningún tipo de práctica sobre los
                 dogos. Aquella noche, faltando quince o veinte minutos para las 12, me entretuve
                 un buen rato fijando la imagen del Kilkor en la mente y al cabo, sin reflexionar en
                 ello, emití una orden. Vale decir, que  compuse la palabra  de una orden sin
                 imaginar que ésta se cumpliría inexorablemente. Fue una directiva simple,
                 “ladrar” pensé, que en modo alguno permitía suponer lo que causaría.
                        Instantáneamente, los dogos  emitieron un aullido  lobuno, desgarrador, y
                 comenzaron a ladrar a dúo,  sin parar. Los rugidos que lanzaban eran
                 estremecedores, y muy intensos, por lo que me incorporé en la cama, helado de
                 espanto y desesperado. “Despertarán a  tío Kurt” pensé tontamente, y me
                 concentré nuevamente en el Yantra, tratando de formar una palabra que
                 detuviera el concierto canino. Imaginé que la  palabra seria  “silencio” mas
                 ¿cómo se dice  silencio en sánscrito o tibetano, únicas lenguas en las que se
                 podía traducir el concepto con la clave del Kilkor svadi? “Tío Kurt me lo había
                 dicho”, me aseguraba a mí mismo,  mientras procuraba infructuosamente
                 recordar. Y fue entonces que se produjo  el primero de la serie de nefastos
                 fenómenos que sucederían durante esa noche infernal.
                        Ocurrió como si mi conciencia se hubiese expandido de pronto
                 ilimitadamente: percibí toda la habitación de un sólo golpe de vista, pero sin
                 mirar, como si una voluntad más poderosa que la mía me obligase a hacerlo.
                 Luego vi el exterior de  la casa, la Finca,  toda a la vez ; y la ciudad de Santa
                 María, y el camino a Salta, y mi propia Finca en Cerrillos. Vi a Papá, a Mamá, a
                 Katalina, a Enrique y Federico, mis sobrinos, y hasta al perro Canuto. Como
                 hipnotizado, lo veía todo y no podía dejar de ver. De improviso, desde el fondo de
                 mi campo de visión, justamente frente a  mí, y como surgiendo detrás de las
                 Cumbres del Obispo, un punto comenzó a crecer a velocidad portentosa hasta
                 ocupar toda mi atención. ¡Jamás lo podré olvidar! Tomando las palabras que la
                 Princesa Isa le dijera a Nimrod, afirmaría que se trataba de “el monstruo más
                 espantoso y abominable que imaginarse pueda en una eternidad de locura”,
                 uno “que no puede ser descripto por ningún mortal sin perder la cordura”.
                 ¿Y qué me salvó a mí de esa Presencia  del Infierno? Sin dudas la Virgen de
                 Agartha, la Semilla de Piedra que Ella depositara el 21 de Enero en un corazón


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