Page 729 - El Misterio de Belicena Villca
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Serían las 19,45 del día 26 de Marzo de 1980, y ya había oscurecido
                 bastante en Cerrillos. Tío Kurt dio  la primer orden a Ying y Yang e
                 instantáneamente comenzó a  producirse el fenómeno: se levitaron lentamente
                 hacia arriba los perros daivas y tío Kurt, que parecía disponer de un efectivo
                 punto de apoyo bajo sus pies. Tal punto de apoyo a mí no me alcanzaba, y por
                 eso me apresuré a tomarme de su cintura, quedando literalmente colgado en el
                 espacio, sin base alguna, y comprobando que tío Kurt se encogía acusando mi
                 peso muerto.
                        El ascenso se prolongó unos segundos, hasta que perdí la noción de la
                 altura. En el interín, logré divisar con el rabillo del ojo las copas de los lapachos,
                 los techos de la Finca, y, en un pantallazo, el pueblo de Cerrillos, iluminado
                 artificialmente por las lámparas callejeras. No nos movíamos uniformemente, sino
                 que la subida se aceleraba a medida que ganábamos altura. En un momento
                 dado, tío Kurt, más allá de Kula y Akula, plasmó las complejas órdenes mentales
                 y los perros daivas, sin detener su movimiento, realizaron el vuelo svipa-Lung. La
                 orden procedente del Espíritu Eterno tuvo el efecto de un latigazo y, no sólo los
                 perros daivas: Yo también lo sentí; y comprobé el poder, el terrible poder que es
                 capaz de demostrar un Iniciado Hiperbóreo, un Hombre Dios.
                        Si tuviese que referirme al tiempo, diría que el vuelo a través del Tiempo y
                 del Espacio no duró más de un segundo. Sin embargo, aquel hundirse en la
                 negrura más impenetrable no transmitió sensación de temporalidad sino de
                 eternidad, de estar fuera de la vida y de la muerte, y de todo transcurrir.
                        Luego de ese instante sin tiempo, en el que sin ninguna duda experimenté
                 la impresión de un salto, comenzó un descenso  desacelerado, durante el cual
                 distinguí nuevamente los objetos habituales, cielos, montañas, casas, árboles,
                 luces. El viaje se componía, pues, de tres fases: una, de ascenso acelerado, con
                 percepción permanente del cielo y las estrellas; la segunda, del salto svadi-Lung
                 propiamente dicho, en la que carecí de toda visión contextual, salvo a tío Kurt; y
                 la tercera, de descenso desacelerado, en la que tranquilizadoramente reencontré
                 sobre mí el útero cósmico del cielo estrellado.

                        Serían las 22 ó 23 horas del día 22 de marzo de 1980, cuando mis pies
                 tocaron el suelo de la Chacra de Belicena Villca, en Tafí del Valle. Pisé en tierra
                 firme y, no obstante, mis rodillas se aflojaron un poco, hasta que aterrizó tío Kurt,
                 cuyos pies estuvieron en todo momento un metro más arriba que los míos: repito
                 que Yo viajé “colgando” de su cintura.
                        Pero no bien recobré la estabilidad, me solté de tío Kurt y empuñé la Itaka.
                 Aún no acababa de orientarme y obedecí a  un gesto suyo que me indicaba
                 agacharme. Rápidamente, todo fue  cobrando sentido para mí: nos
                 encontrábamos parapetados detrás de un enorme automóvil negro. ¡El automóvil
                 de los asesinos orientales!
                        Tío Kurt me comunicó con un dedo sobre la boca que hiciera silencio, y
                 luego señaló en dirección al frente, más allá del coche. Atisbé por sobre el capot,
                 y avisté una casa a no más de treinta pasos, derramando profusa luz hacia la
                 negrura exterior a través de una hilera de tres ventanas laterales. Al parecer, el
                 coche estaba estacionado paralelamente al vértice del ángulo de la casa, lo que
                 nos permitía dominar, además de las ventanas de un lado, la puerta de entrada
                 situada en el otro. La puerta, cerrada, se enmarcaba sobre un plano de cuarenta
                 y cinco grados a la izquierda; y hacia allí tendríamos que llegar.

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