Page 730 - El Misterio de Belicena Villca
P. 730
Indudablemente, contábamos con el factor sorpresa. Los canes se habían
apretado contra el suelo como serpientes, comandados mentalmente por tío Kurt,
y allí se quedarían. Ibamos a avanzar hacia la puerta, para comenzar el ataque,
cuando un grito humano, un estridente alarido de dolor, nos clavó en el sitio:
¡adentro estaban atormentando a alguien! Entonces corrimos hacia la puerta lo
más silenciosamente posible.
Y a medida que nos acercábamos, un olor penetrante y dulzón fue lo
primero que nos llamó la atención. Era una fragancia como a sahumerio de
sándalo o incienso y resultaba tan fuera de lugar allí que nos miramos perplejos.
Ambos reconocimos en el acto aquel perfume por haberlo percibido
anteriormente, en distintas y dramáticas circunstancias: tío Kurt, en el valle
tibetano de La Brea; y Yo en la celda de Belicena Villca, la noche de su muerte.
Pero esto sólo duró un instante pues lo que vino después concentró toda nuestra
atención.
Capítulo XIII
Pero estaba visto que aquéllos no serían seres humanos corrientes. A
mitad de camino, cuando aún no nos habíamos separado del plano de la puerta y
no éramos completamente visibles desde ella, ésta se abrió de golpe para dejar
paso a dos hombres de enorme contextura física. Uno saltó hacia afuera y el otro
permaneció en el umbral: contrastados por la luz interior, teníamos frente a
nosotros a los dos Caballeros Orientales, impecablemente vestidos con sus trajes
ingleses de fina confección.
El primero que salió fue Bera, empuñando un mango con dos globos, el
Dordje fatal. Instantáneamente alzó el arma hacia tío Kurt, al tiempo que su rostro
se descomponía de terror. Comprendí que el Demonio humano no veía a tío Kurt
sino al Signo del Origen, la Verdad Absoluta del Espíritu que disolvía la Mentira
Esencial de su propia existencia ilusoria.
Pese a todo iba a disparar el rayo mortal, pero tío Kurt fue más rápido. A la
carrera, casi sin apuntar, tiró una vez del gatillo; y fue suficiente. La perdigonada
tomó a Bera en medio del pecho, lo levantó a un metro de altura, y lo arrojó
varios metros más allá. Simultáneamente, Yo que no era precisamente un
comando profesional, me detuve, apunté, y gatillé dos veces, impactando en el
estómago y en el pecho del Demonio Birsa. Las dieciocho municiones,
sabiamente repartidas por aquella arma magnífica, aplastaron a Birsa contra el
marco de la puerta sin darle tiempo a nada.
–¡Pronto! –gritó tío Kurt, al ver que me había quedado inmóvil,
resistiéndome a creer que todo hubiese terminado–. ¡Pronto, prepara el ácido,
Arturo! ¡Apresúrate, antes de que se manifieste Avalokiteshvara !
–¿Avalokitesh...? –pregunté sorprendido–. ¡Dioses! ¡Avalokiteshvara, la
Misericordiosa! ¡Esa era la falla de mi plan, sobre la que nos advirtiera
veladamente el Capitán Kiev! ¡Había olvidado a Avalokiteshvara, ahora lo
veía claro, y ese olvido podría hacer fracasar mi plan, incluso costarnos la
vida! ¡La Gran Madre jamás permitiría que dos de sus mejores hijos fuesen
destruidos; no si Ella podía impedirlo; esa era justamente una de sus
funciones cósmicas: proteger a sus hijos animales-hombres, calmar el
730