Page 129 - Orgullo y prejuicio
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pues hacía ya una semana que Bingley se había marchado y nada se sabía
de su regreso.
Jane contestó en seguida la carta de Caroline Bingley, y calculaba los
días que podía tardar en recibir la respuesta. La prometida carta de Collins
llegó el martes, dirigida al padre y escrita con toda la solemnidad de
agradecimiento que sólo un año de vivir con la familia podía haber
justificado. Después de disculparse al principio, procedía a informarle, con
mucha grandilocuencia, de su felicidad por haber obtenido el afecto de su
encantadora vecina la señorita Lucas, y expresaba luego que sólo con la
intención de gozar de su compañía se había sentido tan dispuesto a acceder
a sus amables deseos de volverse a ver en Longbourn, adonde esperaba
regresar del lunes en quince días; pues lady Catherine, agregaba, aprobaba
tan cordialmente su boda, que deseaba se celebrase cuanto antes, cosa que
confiaba sería un argumento irrebatible para que su querida Charlotte fijase
el día en que habría de hacerle el más feliz de los hombres.
La vuelta de Collins a Hertfordshire ya no era motivo de satisfacción
para la señora Bennet. Al contrario, lo deploraba más que su marido: «Era
muy raro que Collins viniese a Longbourn en vez de ir a casa de los Lucas;
resultaba muy inconveniente y extremadamente embarazoso. Odiaba tener
visitas dado su mal estado de salud, y los novios eran los seres más
insoportables del mundo.» Éstos eran los continuos murmullos de la señora
Bennet, que sólo cesaban ante una angustia aún mayor: la larga ausencia del
señor Bingley.
Ni Jane ni Elizabeth estaban tranquilas con este tema. Los días pasaban
sin que tuviese más noticia que la que pronto se extendió por Meryton: que
los Bingley no volverían en todo el invierno. La señora Bennet estaba
indignada y no cesaba de desmentirlo, asegurando que era la falsedad más
atroz que oír se puede.
Incluso Elizabeth comenzó a temer, no que Bingley hubiese olvidado a
Jane, sino que sus hermanas pudiesen conseguir apartarlo de ella. A pesar
de no querer admitir una idea tan desastrosa para la felicidad de Jane y tan
indigna de la firmeza de su enamorado, Elizabeth no podía evitar que con
frecuencia se le pasase por la mente. Temía que el esfuerzo conjunto de sus