Page 161 - Orgullo y prejuicio
P. 161
A pesar de haber estado en St. James, sir William se quedó tan
apabullado ante la grandeza que le rodeaba, que apenas si tuvo ánimos para
hacer una profunda reverencia, y se sentó sin decir una palabra. Su hija,
asustada y como fuera de sí, se sentó también en el borde de una silla, sin
saber para dónde mirar. Elizabeth estaba como siempre, y pudo observar
con calma a las tres damas que tenía delante. Lady Catherine era una mujer
muy alta y corpulenta, de rasgos sumamente pronunciados que debieron de
haber sido hermosos en su juventud. Tenía aires de suficiencia y su manera
de recibirles no era la más apropiada para hacer olvidar a sus invitados su
inferior rango. Cuando estaba callada no tenía nada de terrible; pero cuando
hablaba lo hacía en un tono tan autoritario que su importancia resultaba
avasalladora. Elizabeth se acordó de Wickham, y sus observaciones durante
la velada le hicieron comprobar que lady Catherine era exactamente tal
como él la había descrito.
Después de examinar a la madre, en cuyo semblante y conducta
encontró en seguida cierto parecido con Darcy, volvió los ojos hacia la hija,
y casi se asombró tanto como María al verla tan delgada y tan menuda.
Tanto su figura como su cara no tenían nada que ver con su madre. La
señorita de Bourgh era pálida y enfermiza; sus facciones, aunque no feas,
eran insignificantes; hablaba poco y sólo cuchicheaba con la señora
Jenkinson, en cuyo aspecto no había nada notable y que no hizo más que
escuchar lo que la niña le decía y colocar un cancel en la dirección
conveniente para protegerle los ojos del sol.
Después de estar sentados unos minutos, los llevaron a una de las
ventanas para que admirasen el panorama; el señor Collins los acompañó
para indicarles bien su belleza, y lady Catherine les informó amablemente
de que en verano la vista era mucho mejor.
La cena fue excelente y salieron a relucir en ella todos los criados y la
vajilla de plata que Collins les había prometido; y tal como les había
pronosticado, tomó asiento en la cabecera de la mesa por deseo de Su
Señoría, con lo cual parecía que para él la vida ya no tenía nada más
importante que ofrecerle. Trinchaba, comía y lo alababa todo con deleite y
alacridad. Cada plato era ponderado primero por él y luego por sir William,