Page 165 - Orgullo y prejuicio
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––No puede usted tener más de veinte, estoy segura; así que no necesita

                ocultar su edad.
                     ––Aún no he cumplido los veintiuno.
                     Cuando los caballeros entraron y acabaron de tomar el té, se dispusieron

                las mesitas de juego. Lady Catherine, sir William y los esposos Collins se
                sentaron  a  jugar  una  partida  de  cuatrillo,  y  como  la  señorita  de  Bourgh

                prefirió jugar al casino, Elizabeth y María tuvieron el honor de ayudar a la
                señora  Jenkinson  a  completar  su  mesa,  que  fue  aburrida  en  grado

                superlativo. Apenas  se  pronunció una sílaba que no se  refiriese al juego,
                excepto  cuando  la  señora  Jenkinson  expresaba  sus  temores  de  que  la

                señorita de Bourgh tuviese demasiado calor o demasiado frío, demasiada
                luz  o  demasiado  poca.  La  otra  mesa  era  mucho  más  animada.  Lady
                Catherine casi no paraba de hablar poniendo de relieve las equivocaciones

                de  sus  compañeros  de  juego  o  relatando  alguna  anécdota  de  sí  misma.
                Collins no hacía más que afirmar todo lo que decía Su Señoría, dándole las

                gracias cada vez que ganaba y disculpándose cuando creía que su ganancia
                era excesiva. Sir William no decía mucho. Se dedicaba a recopilar en su

                memoria todas aquellas anécdotas y tantos nombres ilustres.
                     Cuando lady Catherine y su hija se cansaron de jugar, se recogieron las

                mesas  y  le  ofrecieron  el  coche  a  la  señora  Collins,  que  lo  aceptó  muy
                agradecida,  e  inmediatamente  dieron  órdenes  para  traerlo.  La  reunión  se
                congregó entonces junto al fuego para oír a lady Catherine pronosticar qué

                tiempo iba a hacer al día siguiente. En éstas les avisaron de que el coche
                estaba en la puerta, y con muchas reverencias por parte de sir William y

                muchos discursos de agradecimiento por parte de Collins, se despidieron.
                En  cuanto  dejaron  atrás  el  zaguán,  Collins  invitó  a  Elizabeth  a  que

                expresara su opinión sobre lo que había visto en Rosings, a lo que accedió,
                sólo por Charlotte, exagerándolo más de lo que sentía. Pero por más que se

                esforzó su elogio no satisfizo a Collins, que no tardó en verse obligado a
                encargarse él mismo de alabar a Su Señoría.
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