Page 238 - Orgullo y prejuicio
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––¿Viene su señor muy a menudo a Pemberley a lo largo del año?

                     ––No tanto como yo querría, señor; pero diría que pasa aquí la mitad del
                tiempo; la señorita Darcy siempre está aquí durante los meses de verano.
                «Excepto ––pensó Elizabeth–– cuando va a Ramsgate.»

                     ––Si su amo se casara, lo vería usted más.
                     ––Sí,  señor;  pero  no  sé  cuando  será.  No  sé  si  habrá  alguien  que  lo

                merezca.
                     Los señores Gardiner se sonrieron. Elizabeth no pudo menos que decir:

                     ––Si así lo cree, eso dice mucho en favor del señor Darcy.
                     ––No digo más que la verdad y lo que diría cualquiera que le conozca

                ––replicó  la  señora  Reynolds.  Elizabeth  creyó  que  la  cosa  estaba  yendo
                demasiado lejos, y escuchó con creciente asombro lo que continuó diciendo
                el ama de llaves.

                     ––Nunca en la vida tuvo una palabra de enojo conmigo. Y le conozco
                desde que tenía cuatro años. Era un elogio más importante que todos los

                otros y más opuesto a lo que Elizabeth pensaba de Darcy. Siempre creyó
                firmemente que era hombre de mal carácter. Con viva curiosidad esperaba

                seguir oyendo lo que decía el ama, cuando su tío observó:
                     ––Pocas personas hay de quienes se pueda decir eso. Es una suerte para

                usted tener un señor así.
                     ––Sí,  señor;  es  una  suerte.  Aunque  diese  la  vuelta  al  mundo,  no
                encontraría  otro  mejor.  Siempre  me  he  fijado  en  que  los  que  son

                bondadosos de pequeños, siguen siéndolo de mayores. Y el señor Darcy era
                el niño más dulce y generoso de la tierra.

                     Elizabeth  se  quedó  mirando  fijamente  a  la  anciana:  «¿Puede  ser  ése
                Darcy?», pensó.

                     ––Creo  que  su  padre  era  una  excelente  persona  ––agregó  la  señora
                Gardiner.

                     ––Sí, señora; sí que lo era, y su hijo es exactamente como él, igual de
                bueno con los pobres.
                     Elizabeth  oía,  se  admiraba,  dudaba  y  deseaba  saber  más.  La  señora

                Reynolds no lograba llamar su atención con ninguna otra cosa. Era inútil
                que le explicase el tema de los cuadros, las dimensiones de las piezas y el
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