Page 242 - Orgullo y prejuicio
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contraste con la última vez que la abordó en la finca de Rosings para poner

                en sus manos la carta! Elizabeth no sabía qué pensar ni cómo juzgar todo
                esto.
                     Entretanto, habían entrado en un hermoso paseo paralelo al arroyo, y a

                cada paso aparecía ante ellos un declive del terreno más bello o una vista
                más impresionante de los bosques a los que se aproximaban. Pero pasó un

                tiempo  hasta  que  Elizabeth  se  diese  cuenta  de  todo  aquello,  y  aunque
                respondía  mecánicamente  a  las  repetidas  preguntas  de  sus  tíos  y  parecía

                dirigir la mirada a los objetos que le señalaban, no distinguía ninguna parte
                del paisaje. Sus pensamientos no podían apartarse del sitio de la mansión de

                Pemberley,  cualquiera  que  fuese,  en  donde  Darcy  debía  de  encontrarse.
                Anhelaba saber lo que en aquel momento pasaba por su mente, qué pensaría
                de ella y si todavía la querría. Puede que su cortesía obedeciera únicamente

                a  que  ya  la  había  olvidado;  pero  había  algo  en  su  voz  que  denotaba
                inquietud. No podía adivinar si Darcy sintió placer o pesar al verla; pero lo

                cierto es que parecía desconcertado.
                     Las observaciones de sus acompañantes sobre su falta de atención, la

                despertaron y le hicieron comprender que debía aparentar serenidad.
                     Penetraron en el bosque y alejándose del arroyo por un rato, subieron a

                uno de los puntos más elevados, desde el cual, por los claros de los árboles,
                podía extenderse la vista y apreciar magníficos panoramas del valle y de las
                colinas opuestas cubiertas de arboleda, y se  divisaban también partes del

                arroyo. El señor Gardiner hubiese querido dar la vuelta a toda la finca, pero
                temía que el paseo resultase demasiado largo. Con sonrisa triunfal les dijo

                el jardinero que la finca tenía diez millas de longitud, por lo que decidieron
                no dar la vuelta planeada, y se dirigieron de nuevo a una bajada con árboles

                inclinados sobre el agua en uno de los puntos más estrechos del arroyo. Lo
                cruzaron  por  un  puente  sencillo  en  armonía  con  el  aspecto  general  del

                paisaje. Aquel paraje era el menos adornado con artificios de todos los que
                habían visto. El valle, convertido aquí en cañada, sólo dejaba espacio para
                el  arroyo  y  para  un  estrecho  paseo  en  medio  del  rústico  soto  que  lo

                bordeaba. Elizabeth quería explorar sus revueltas, pero en cuanto pasaron el
                puente  y  pudieron  apreciar  lo  lejos  que  estaban  de  la  casa,  la  señora
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