Page 308 - Orgullo y prejuicio
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No  puedo  escribirte  más.  Los  niños  me  están  llamando  desde

                     hace media hora.
                         Tuya afectísima,
                                                                                        M. Gardiner




                     El contenido de esta carta dejó a Elizabeth en una conmoción en la que
                no se podía determinar si tomaba mayor parte el placer o la pena. Las vagas

                sospechas que en su incertidumbre sobre el papel de Darcy en la boda de su
                hermana había concebido, sin osar alentarlas porque implicaban alardes de

                bondad demasiado grandes para ser posibles, y temiendo que fueran ciertas
                por la humillación que la gratitud impondría, quedaban, pues, confirmadas.
                Darcy  había  ido  detrás  de  ellos  expresamente,  había  asumido  toda  la

                molestia  y  mortificación  inherentes  a  aquella  búsqueda,  imploró  a  una
                mujer a la que debía detestar y se vio obligado a tratar con frecuencia, a

                persuadir y a la postre sobornar, al hombre que más deseaba evitar y cuyo
                solo nombre le horrorizaba pronunciar. Todo lo había hecho para salvar a

                una  muchacha  que  nada  debía  de  importarle  y  por  quien  no  podía  sentir
                ninguna estimación. El corazón le decía a Elizabeth que lo había hecho por

                ella,  pero  otras  consideraciones  reprimían  esta  esperanza  y  pronto  se  dio
                cuenta  de  que  halagaba  su  vanidad  al  pretender  explicar  el  hecho  de  esa
                manera,  pues  Darcy  no  podía  sentir  ningún  afecto  por  una  mujer  que  le

                había  rechazado  y,  si  lo  sentía,  no  sería  capaz  de  sobreponerse  a  un
                sentimiento  tan  natural  como  el  de  emparentar  con  Wickham.  ¡Darcy,

                cuñado de Wickham! El más elemental orgullo tenía que rebelarse contra
                ese vínculo. Verdad es que Darcy había hecho tanto que Elizabeth estaba
                confundida,  pero  dio  una  razón  muy  verosímil.  No  era  ningún  disparate

                pensar que Darcy creyese haber obrado mal; era generoso y tenía medios
                para demostrarlo, y aunque Elizabeth se resistía a admitir que hubiese sido

                ella el móvil principal, cabía suponer que un resto de interés por ella había
                contribuido  a  sus  gestiones  en  un  asunto  que  comprometía  la  paz  de  su

                espíritu. Era muy penoso quedar obligados de tal forma a una persona a la
                que nunca podrían pagar lo que había hecho. Le debían la salvación y la

                reputación  de  Lydia.  ¡Cuánto  le  dolieron  a  Elizabeth  su  ingratitud  y  las
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