Page 322 - Orgullo y prejuicio
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esperaba en el salón la entrada de los caballeros, su desazón casi la puso de

                mal talante. De la presencia de Darcy dependía para ella toda esperanza de
                placer en aquella tarde.
                     «Si no se dirige hacia mí ––se decía–– me daré por vencida.»

                     Entraron  los  caballeros  y  pareció  que  Darcy  iba  a  hacer  lo  que  ella
                anhelaba; pero desgraciadamente las señoras se habían agrupado alrededor

                de la mesa en donde la señora Bennet preparaba el té y Elizabeth servía el
                café, estaban todas tan apiñadas que no quedaba ningún sito libre a su lado

                ni lugar para otra silla. Al acercarse los caballeros, una de las muchachas se
                aproximó a Elizabeth y le dijo al oído:

                     ––Los hombres no vendrán a separarnos; ya lo tengo decidido; no nos
                hacen ninguna falta, ¿no es cierto?
                     Darcy entonces se fue a otro lado de la estancia. Elizabeth le seguía con

                la vista y envidiaba a todos con quienes conversaba; apenas tenía paciencia
                para  servir  el  café,  y  llegó  a  ponerse  furiosa  consigo  misma  por  ser  tan

                tonta.
                     «¡Un  hombre  al  que  he  rechazado!  Loca  debo  estar  si  espero  que

                renazca  su  amor.  No  hay  un  solo  hombre  que  no  se  rebelase  contra  la
                debilidad que supondría una segunda declaración a la misma mujer. No hay

                indignidad mayor para ellos.»
                     Se reanimó un poco al ver que Darcy venía a devolverle la taza de café,
                y ella aprovechó la oportunidad para preguntarle:

                     ––¿Sigue su hermana en Pemberley?
                     ––Sí, estará allí hasta las Navidades.

                     ––¿Y está sola? ¿Se han ido ya todos sus amigos?
                     ––Sólo  la  acompaña  la  señora  Annesley;  los  demás  se  han  ido  a

                Scarborough a pasar estas tres semanas.
                     A Elizabeth no se le ocurrió más que decir, pero si él hubiese querido

                hablar,  ¡con  qué  placer  le  habría  contestado!  No  obstante,  se  quedó  a  su
                lado unos minutos, en silencio, hasta que la muchacha de antes se puso a
                cuchichear con Elizabeth, y entonces él se retiró.

                     Una  vez  quitado  el  servicio  de  té  y  puestas  las  mesas  de  juego,  se
                levantaron todas las señoras. Elizabeth creyó entonces que podría estar con
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