Page 349 - Orgullo y prejuicio
P. 349

la  práctica,  aunque  no  en  los  principios.  De  niño  me  enseñaron  a  pensar

                bien, pero no a corregir mi temperamento. Me inculcaron buenas normas,
                pero  dejaron  que  las  siguiese  cargado  de  orgullo  y  de  presunción.  Por
                desgracia fui hijo único durante varios años, y mis padres, que eran buenos

                en sí, particularmente mi padre, que era la bondad y el amor personificados,
                me permitieron, me consintieron y casi me encaminaron hacia el egoísmo y

                el  autoritarismo,  hacia  la  despreocupación  por  todo  lo  que  no  fuese  mi
                propia familia, hacia el desprecio del resto del mundo o, por lo menos, a

                creer que la inteligencia y los méritos de los demás eran muy inferiores a
                los míos. Así desde los ocho hasta los veintiocho años, y así sería aún si no

                hubiese sido por usted, amadísima Elizabeth. Se lo debo todo. Me dio una
                lección  que  fue,  por  cierto,  muy  dura  al  principio,  pero  también  muy
                provechosa.  Usted  me  humilló  como  convenía,  usted  me  enseñó  lo

                insuficientes  que  eran  mis  pretensiones  para  halagar  a  una  mujer  que
                merece todos los halagos.

                     ––¿Creía usted que le iba a aceptar?
                     ––Claro  que  sí.  ¿Qué  piensa  usted  de  mi  vanidad?  Creía  que  usted

                esperaba y deseaba mi declaración.
                     ––Me porté mal, pero fue sin intención. Nunca quise engañarle, y sin

                embargo muchas veces me
                     equivoco. ¡Cómo debió odiarme después de aquella tarde!
                     ––¡Odiarla!  Tal  vez  me  quedé  resentido  al  principio;  pero  el

                resentimiento no tardó en transformarse en algo mejor.
                     ––Casi  no  me  atrevo  a  preguntarle  qué  pensó  al  encontrarme  en

                Pemberley. ¿Le pareció mal que hubiese ido?
                     ––Nada de eso. Sólo me quedé sorprendido.

                     ––Su sorpresa no sería mayor que la mía al ver que usted me saludaba.
                No creí tener derecho a sus atenciones y confieso que no esperaba recibir

                más que las merecidas.
                     ––Me propuse ––contestó Darcy–– demostrarle, con mi mayor cortesía,
                que  no  era  tan  ruin  como  para  estar  dolido  de  lo  pasado,  y  esperaba

                conseguir su perdón y atenuar el mal concepto en que me tenía probándole
                que  no  había  menospreciado  sus  reproches.  Me  es  difícil  decirle  cuánto
   344   345   346   347   348   349   350   351   352   353   354