Page 85 - Orgullo y prejuicio
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hermosa muchacha de quince o dieciséis años, creo que muy bien educada.

                Desde la muerte de su padre vive en Londres con una institutriz.
                     Después  de  muchas  pausas  y  muchas  tentativas  de  hablar  de  otros
                temas, Elizabeth no pudo evitar volver a lo primero, y dijo:

                     ––Lo que me asombra es su amistad con el señor Bingley. ¡Cómo puede
                el  señor  Bingley,  que  es  el  buen  humor  personificado,  y  es,  estoy

                convencida,  verdaderamente  amable,  tener  algo  que  ver  con  un  hombre
                como el señor Darcy? ¿Cómo podrán llevarse bien? ¿Conoce usted al señor

                Bingley?
                     ––No, no lo conozco.

                     ––Es un hombre encantador, amable, de carácter dulce. No debe saber
                cómo es en realidad el señor Darcy.
                     ––Probablemente no; pero el señor Darcy sabe cómo agradar cuando le

                apetece.  No  necesita  esforzarse.  Puede  ser  una  compañía  de  amena
                conversación si cree que le merece la pena. Entre la gente de su posición es

                muy  distinto  de  como  es  con  los  inferiores.  El  orgullo  no  le  abandona
                nunca, pero con los ricos adopta una mentalidad liberal, es justo, sincero,

                razonable, honrado y hasta quizá agradable, debido en parte a su fortuna y a
                su buena presencia.

                     Poco después terminó la partida de whist y los jugadores se congregaron
                alrededor  de  la  otra  mesa.  Collins  se  situó  entre  su  prima  Elizabeth  y  la
                señora Philips. Esta última le hizo las preguntas de rigor sobre el resultado

                de la partida. No fue gran cosa; había perdido todos los puntos. Pero cuando
                la señora Philips le empezó a decir cuánto lo sentía, Collins le aseguró con

                la mayor gravedad que no tenía ninguna importancia y que para él el dinero
                era lo de menos, rogándole que no se inquietase por ello.

                     ––Sé  muy  bien,  señora  ––le  dijo––,  que  cuando  uno  se  sienta  a  una
                mesa  de  juego  ha  de  someterse  al  azar,  y  afortunadamente  no  estoy  en

                circunstancias  de  tener  que  preocuparme  por  cinco  chelines.
                Indudablemente habrá muchos que no puedan decir lo mismo, pero gracias
                a lady Catherine de Bourgh estoy lejos de tener que dar importancia a tales

                pequeñeces.
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