Page 94 - Orgullo y prejuicio
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hizo una pequeña observación sobre el baile. Darcy contestó y volvió a
quedarse callado. Después de una pausa de unos minutos, Elizabeth tomó la
palabra por segunda vez y le dijo:
––Ahora le toca a usted decir algo, señor Darcy. Yo ya he hablado del
baile, y usted debería hacer algún comentario sobre las dimensiones del
salón y sobre el número de parejas.
Él sonrió y le aseguró que diría todo lo que ella desease escuchar.
––Muy bien. No está mal esa respuesta de momento. Quizá poco a poco
me convenza de que los bailes privados son más agradables que los
públicos; pero ahora podemos permanecer callados.
––¿Acostumbra usted a hablar mientras baila?
––Algunas veces. Es preciso hablar un poco, ¿no cree? Sería extraño
estar juntos durante media hora sin decir ni una palabra. Pero en atención de
algunos, hay que llevar la conversación de modo que no se vean obligados a
tener que decir más de lo preciso.
––¿Se refiere a usted misma o lo dice por mí?
––Por los dos ––replicó Elizabeth con coquetería––, pues he encontrado
un gran parecido en nuestra forma de ser. Los dos somos insociables,
taciturnos y enemigos de hablar, a menos que esperemos decir algo que
deslumbre a todos los presentes y pase a la posteridad con todo el brillo de
un proverbio.
––Estoy seguro de que usted no es así. En cuanto a mí, no sabría
decirlo. Usted, sin duda, cree que me ha hecho un fiel retrato.
––No puedo juzgar mi propia obra.
Él no contestó, y parecía que ya no abrirían la boca hasta finalizar el
baile, cuando él le preguntó si ella y sus hermanas iban a menudo a
Meryton. Elizabeth contestó afirmativamente e, incapaz de resistir la
tentación, añadió:
––Cuando nos encontró usted el otro día, acabábamos precisamente de
conocer a un nuevo amigo. El efecto fue inmediato. Una intensa sombra de
arrogancia oscureció el semblante de Darcy. Pero no dijo una palabra;
Elizabeth, aunque reprochándose a sí misma su debilidad, prefirió no
continuar. Al fin, Darcy habló y de forma obligada dijo: