Page 171 - Fantasmas
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Joe HiLL



      basura  hay un  pequeño  camino.  Ese olor y esa  oscuridad  pro-
      pios de una  cloaca  me  desconciertan,  pero  la tía Mandy  está
      al otro  lado, fuera ya de mi campo  de visión,  y pensar  que  me
      he quedado  atrás  me  pone  nervioso,  así que me  doy prisa.
            Lo  que  ocurre  a continuación  es  que  avanzo  sólo unos
      pocos  metros,  después  inspiro profundamente  y lo que huelo
      me  hace  detenerme  de inmediato  y quedarme  pegado  al sue-
      lo, incapaz de seguir.  He notado  un  olor a roedor,  un  olor ca-
      liente y casposo  a roedor mezclado  con  amoniaco,  un  olor que
      me  recuerda  a áticos  y a sótanos,  una  «peste  a murciélago».
            De repente  me  imagino un techo cubierto  de murciélagos.
      Me imagino  echando  atrás  la cabeza  y viendo  una  colonia  de
      miles de murciélagos  cubriendo  el tejado, una  superficie de cuer-
      pos  peludos  retorciéndose,  con  los torsos  cubiertos  de alas
      membranosas.  Imagino  que  el chillido  del murciélago  es  igual
      que el chirrido  sordo  del aire acondicionado  y de las cintas  de
      video  cuando  se  están  rebobinando.  Me imagino a los murcié-
      lagos, pero  no  soy capaz  de mirarlos.  Si viera  uno  me  moriría
      del susto.  Tenso,  doy unos  cuantos  pasos  temerosos  y piso
      un periódico viejo. Suena un  crujido desagradable y doy un  sal-
      to  atrás  mientras  el corazón  se  me  retuerce  en  el pecho.
            Entonces  piso otra  cosa,  un  tronco  tal vez,  que  rueda
      bajo mi zapato.  Me tambaleo  hacia  atrás,  agitando  los brazos
      para mantener  el equilibrio,  y consigo estabilizarme  sin caer  al
      suelo.  Me vuelvo  para ver  qué es  lo que me  ha hecho  tropezar.
            No  es  un  tronco,  sino  la pierna de un  hombre.  Hay un
      hombre  tumbado  de costado  y rodeado  de hojas caídas.  Lle-
      va una  sucia gorra de béisbol —de nuestro  equipo, en otro  tiem-
      po azul, pero  ahora  casi  blanca  por los bordes,  donde  tam-
      bién queda un  rastro  seco  de sudor  viejo—,  unos  pantalones
      vaqueros  y una  camisa  a cuadros  de leñador.  Tiene hojas enre-
      dadas  en  la barba.  Lo miro y siento  la primera  oleada  de pá-
      nico.  Le acabo  de pisar y no  se  ha despertado.




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