Page 218 - Fantasmas
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FANTASMAS



                 Pero Wyatt no  respondió. No podía contarle  lo que Ken-
            sington le había dicho, porque  no  lo sabía, no  lo había oído en-
            tero...  y aunque  lo supiera no  se lo podía contar  a la señora  Ba-
            dia. Fuera lo que fuera lo que le había dicho, era  algo sobre que
            no  sabía leer. Wyatt siempre trataba de evitar hablar de sus  pro-
            blemas  con  la gramática,  la ortografía y todo lo demás, pues  era
            un  tema  que inevitablemente  le hacía pasar  más  vergúenza  de
            la que  era  capaz  de soportar.
                  La señora  Badia  lo miraba  esperando  a que  dijera algo,
            pero  como  no  lo hizo dijo:
                 —Te he dado todas las oportunidades  que he podido. Pe-
            ro,  llegado un  punto,  no  es  justo para  los que  trabajan  cont1-
            go pedirles  que aguanten  tanto.
                  Lo miró  durante  unos  segundos  más, mordiéndose  pen-
            sativa  el labio  inferior.  Después  le miró  los pies y mientras  le
            daba la espalda añadió:
                  —Amárrate  las agujetas,  Wyatt.
                  Entró  en la tienda y Wyatt permaneció  allí, flexionando  los
            dedos en el gélido aire. Caminó  despacio hasta la parte de la tien-
            da que no  era visible desde la calle y, una vez  allí, se agachó y es-
            cupió. Sacó otro  cigarrillo del paquete,  lo encendió  y dio una  ca-
            lada, esperando  a que dejaran de temblarle  las piernas.
                  Pensaba  que le gustaba a la señora  Badia.  Algunos días se
            había quedado  después de la hora para ayudarla a cerrar  —al-
            go a lo que no  estaba  obligado—,  sólo porque  le resultaba  fá-
            cil hablar  con  ella.  Charlaban  sobre  películas  o sobre  clientes
            raros,  y ella escuchaba  sus  historias  y sus  opiniones  como  si
            le interesaran.  Para  él había  sido  una  experiencia  nueva,  lle-
            varse  bien con  su jefe. Y ahora resultaba  que era  la misma mier-
            da de siempre. Alguien le tenía saña, se quejaba y nadie se mo-

            lestaba  en  reunir  toda  la información,  en  oír  a las distintas
            partes  implicadas.  Le había dicho:  «Estoy más que harta de oír
            quejas sobre ti», pero  sin especificar de quiénes ni qué clase de




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