Page 224 - Fantasmas
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FANTASMAS



          ra para qué podía servir  aquel cuchillo.  Después  volvió  a mirar
          a Wyatt.
                —L o tiró.  —Tenía  una  mirada  casi suplicante—.  Lleva-
          ba las manos  llenas  de sangre  y se  le enganchó  dentro  de Bax-
          ter.  Cuando  trató  de sacarlo  se le escurrió, se cayó al suelo y lo
          cogí. Por  eso  no  me  mató  a mí, porque  tenía  el cuchillo.  Fue
          entonces  cuando  se  marchó  corriendo.
                Su puño cerrado  apretaba el mango  de teflón  del cuchi-
          llo, que  estaba  muy  manchado;  la sangre oscurecía  también
          cada  estría  de la piel de sus  nudillos  y la piel de su  dedo  pul-
          gar.  De  su  chaqueta  impermeable  aún  caían  gotas  de sangre
          que  manchaban  la tapicería  de cuero.
                —Iré  corriendo  a buscar  ayuda —dijo Wyatt,  pero  esta-
          ba convencido  de que ella no  le había oído.  Hablaba  en voz  tan
          queda que  apenas  podía oírse  él mismo.  Tenía  las manos  le-
          vantadas  y con  las palmas hacia fuera, en  actitud  defensiva.  No
          habría  sabido  decir cuánto  tiempo  llevaba  en  esa  postura.
                La señora  Prezar  apoyó un pie en  el suelo  e hizo ademán
          de levantarse.  Este movimiento  inesperado  sobresaltó  a Wyatt,
          que reculó,  tambaleante.  Entonces  algo le ocurrió  a su  pie de-
          recho, porque  trataba  de dar un  paso  atrás  y no  podía,  estaba
          enganchado  al suelo, de manera  que no  podía moverse.  Miró y
          se  dio  cuenta  de que  se  le había  desatado  un  cordón y se  lo
          estaba  pisando,  pero  era  demasiado  tarde  y cayó de espaldas.
                El golpe bastó  para  dejarlo  sin aliento.  Se arrastró  boca
          arriba  por el húmedo  suelo  alfombrado  de hojas caídas.  Des-
          pués miró  al cielo, que ya había  adquirido  un  tono  violeta  os-
          curo  mientras  aquí y allí aparecían  las primeras  estrellas.  Tenía
          los ojos llorosos.  Parpadeó  y se  incorporó  hasta sentarse.
                La señora  Prezar  había salido  del coche y estaba a casi un
          metro  de él, con  su  zapatilla  en  una  mano y el cuchillo  en  la
          otra.  Se le había  salido  el tenis  derecho,  y ahora, con  el pie cu-
          bierto  sólo por un  calcetín  de deporte,  sentía  frío.



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