Page 228 - Fantasmas
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FANTASMAS



          car una  toalla, hacer una pelota con  ella y aplicar presión en la he-
          rida hasta que llegara ayuda. No tenía una toalla, pero sí había un
          lodo en el suelo, junto al coche. Se arrodilló junto a la  puerta abier-
          ta  y el bolso volcado  y lo cogió. Uno de los extremos  estaba em-
          papado y lleno  de lodo.  El asco  le hizo vacilar una  milésima de
          segundo, pero después lo arrugó y  lo apretó contra  la  herida del
          niño.  Podía notar  la sangre  brotando  debajo.
                La bufanda  era  de una  fina tela de seda, casi transparen-
          te, y ya estaba mojado por el agua del charco,  así que pronto  la
          sangre  le empapó  las manos,  la cara  interior  de los brazos.  Lo
          soltó y trató  de limpiarse,  frenético,  en  la camisa,  mientras  Bax-
          ter lo miraba  con  ojos fascinados  de asombro.  Eran  azules, co-
           mo  los de su  madre.
                Wyatt se echó a llorar. No sabía que iba a hacerlo hasta que
           empezó, y no  recordaba  la última vez  que había llorado sin con-
           tención.  Agarró algunos de los papeles que se  habían  salido  del
           bolso de la señora  Prezar  y trató  de apretarlos  contra  la herida,
           con  peores  resultados  que con  la bufanda.  Eran papeles satina-
           dos, nada absorbentes, varias páginas engrapadas y la primera lle-
           vaba estampada la palabra IMPAGADO  en tinta roja.
                Pensó  en  vaciar  el bolso  del todo, en  busca  de algo más
           que le sirviera  para  comprimir  la herida,  pero  después  se  qui-
           tó la cazadora,  el chaleco  blanco  que se ponía para trabajar, hi-
           zo  una  bola con  la prenda y taponó  la herida.  Hacía  presión
           con  ambas  manos  y empujaba  con  gran  parte  del cuerpo.  El
           chaleco  blanco  parecía  casi fluorescente  en  la oscuridad,  pero
           pronto  apareció  una  gran  mancha  que  se  extendió  y empapó
           todo el tejido. Trató  entonces  de pensar  qué hacer  a continua-
           ción, pero  no  se  le ocurría  nada.  Le vino  a la mente  el recuer-
           do de Kensington  llevándose  el pañuelo  de papel a la boca y
           cómo  éste  se  llenaba  de sangre  cada vez.  Tuvo  un  pensamien-
           to —extraño  en  él—, un  pensamiento  que asociaba  a Kensing-
           ton  y su  piercing  de plata con  la cuchillada  en  la garganta  de




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