Page 232 - Fantasmas
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FANTASMAS
sa corteza se astillaba y deshacía bajo mis tenis. Era muy po-
co probable que mi hermano se decidiera a seguirme —habría
sido como rebajarse ante mí—, y yo disfrutaba huyendo de él.
Primero trepé sin pensar, subiendo como nunca. Entré en
una especie de trance de trepador de árboles, embriagado por
la altura y por la agilidad de mis siete años. Después escuché
a mi hermano gritar que me estaba ignorando (lo cual proba-
ba precisamente que no lo estaba haciendo) y recordé qué era
lo que me había impulsado a subirme al álamo en primer lugar.
Elegí una rama larga y horizontal en la que podría sentarme
con los pies colgando y poner histérico a mi hermano sin mie-
do a las consecuencias. Me eché la capa detrás de los hombros
y seguí trepando, con un claro propósito.
Aquella capa había sido antes mi manta azul de la suerte
y llevaba conmigo desde los dos años. Con el tiempo, su color
había pasado de un azul intenso y lustroso a un gris de paloma
vieja. Mi madre la había recortado para darle forma de capa y
le había cosido un relámpago de fieltro rojo en el centro, así
como un parche con el distintivo de los soldados que había per-
tenecido a mi padre, con el número atravesado por un rayo.
Había llegado de Vietnam entre sus objetos personales, sólo
que mi padre no había venido con ellos. Mi madre izó la ban-
dera negra de «desaparecido en combate» en el porche delan-
tero, pero incluso yo ya supe entonces que a mi padre no lo ha-
bían hecho prisionero.
Me ponía la capa en cuanto llegaba del colegio y chupa-
ba su dobladillo de satén mientras veía la televisión, la usaba de
servilleta en las comidas y la mayoría de las noches me dormía
envuelto en ella. Sufría cuando tenía que quitármela, me sentía
desnudo y vulnerable sin la capa. Era tan larga que si no tenía
cuidado, tropezaba con ella.
Llegué a la rama más alta y me senté a horcajadas. Si no
hubiera estado allí mi hermano para presenciar lo que ocurrió
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