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había detenido a medio descenso. Más abajo, los matorrales eran densos. El agua
                que caía del desagüe le corría por las manos.
                   Oyó un chillido. Ben levantó la vista y vio que Henry Bowers saltaba con la
                navaja sujeta entre los dientes. Aterrizó sobre ambos pies con el cuerpo echado
                hacia atrás para no perder el equilibrio. Resbaló y echó a correr grotescamente
                por el terraplén.
                   --¡Gue goy a negar, Hehas! -chillaba, con el cuchillo en la boca.
                   Ben no necesitaba a un intérprete jurado para entender que Henry estaba
                diciendo, "Te voy a matar, Tetas".
                   --¡Gue goy a negar, hijo uta!
                   En ese momento Ben comprendió lo que debía hacer. Logró ponerse de pie
                antes de que Henry llegara, con la navaja ya en la mano, tendida como si fuera
                una bayoneta. Ben tenía conciencia periférica de que la pernera izquierda de sus
                vaqueros estaba hecha trizas, de que su pierna sangraba más que su vientre pero
                no estaba fracturada. Al menos eso cabía esperar.
                   Se agazapó ligeramente para conservar el equilibrio. En el instante en que
                Henry trataba de sujetarlo con una mano, mientras describía un arco con la navaja
                sostenida en la otra, Ben dio un paso al lado. Perdió el equilibrio, pero al caer
                estiró la maltratada pierna izquierda. Por un momento, Ben quedó boquiabierto
                sobreponiéndose a su terror con una mezcla de asombro y admiración: Henry
                Bowers parecía volar, exactamente como Supermán, por sobre el árbol caído que
                había detenido a Ben. Tenía los brazos estirados hacia adelante, tal como George
                Reeves en la televisión. Sólo que George Reeves siempre se comportaba como si
                volar fuera una cosa natural, tal como bañarse o almorzar en el porche trasero.
                Henry, en cambio, parecía como si le hubiesen metido un hierro candente en el
                culo. Abría y cerraba la boca.
                   Por fin se estrelló en la tierra. La navaja se le escapó de la mano. Rodó sobre un
                hombro, aterrizó de espaldas y resbaló espatarrado hacia los matorrales. Se oyó
                un chillido. Un golpe seco. Después, silencio.
                   Ben se sentó, aturdido, contemplando el sitio donde Henry acababa de
                desaparecer. De pronto, rocas y guijarros comenzaron a rebotar a su lado. Volvió
                a levantar la mirada. Victor y Belch estaban descendiendo el terraplén, con más
                cuidado que Henry y, por lo tanto, con más lentitud. Pero lo alcanzarían pronto, si
                no hacía algo.
                   Lanzó un gemido. ¿Jamás acabaría aquella locura?
                   Sin apartar la vista de ellos, pasó por sobre el árbol caído y bajó por el terraplén
                jadeando ásperamente. Sentía una punzada en el costado y la lengua le dolía
                endiabladamente. Las matas ya eran tan altas como él y le llenaba la nariz un
                hedor a vegetación podrida. Oyó ruido de agua por alguna parte, a poca distancia,
                borboteando sobre piedras y guijarros.
                   Sus pies resbalaron y volvió a caer, rodando, se golpeó el dorso de la mano
                contra una roca saliente, atravesó unos espinos que desgarraron su sudadera así
                como sus manos y mejillas.
                   Por fin, con una sacudida, quedó sentado, con los pies en el agua. Era un
                arroyuelo que discurría hacia una densa arboleda, a la derecha; aquello parecía
                tan oscuro como una cueva. Miró hacia la izquierda. Henry Bowers yacía de
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