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llenó a Ben con una especie de nostalgia estúpida, haciéndole cobrar conciencia
                de su peligrosa situación.
                   Si iban a atraparlo, no había por qué condenar a esos niños a una dosis de la
                misma medicina. Ben volvió a girar hacia la derecha. Como muchos gordos, era
                notablemente ligero de pies. Pasó tan cerca de los niños que vio sus sombras
                moverse entre él y el brillo del agua, pero ellos no lo vieron ni lo oyeron.
                Gradualmente, sus voces fueron quedando atrás.
                   Salió a un sendero estrecho, abierto en la tierra desnuda. Lo estudió por un
                momento, pero sacudió la cabeza. Lo cruzó y volvió a hundirse en la espesura.
                Ahora se movía con más lentitud apartando los matorrales en vez de cruzarlos
                raudamente. Aún avanzaba con un rumbo más o menos paralelo al arroyuelo
                donde había visto jugar a los niños. Aun a través de los árboles y las matas, se lo
                veía más ancho que el curso en que habían caído él y Henry.
                   Allí había otro cilindro de cemento, apenas visible entre unas enredaderas de
                frambuesa. Más allá, un terraplén descendía hacia el agua. Un olmo viejo,
                retorcido, se inclinaba sobre el agua; sus raíces, medio descubiertas por la erosión
                de la ribera, parecían un enredo de cabellos sucios.
                   Ben rogó que no hubiera bichos ni víboras allí abajo, pero estaba demasiado
                asustado y aturdido como para que le importara mucho. Se abrió paso entre las
                raíces y encontró, debajo de ellas, una pequeña cueva. Se recostó hacia atrás.
                Una raíz se le clavó como un dedo furioso. Ben cambió de posición y la raíz le
                prestó un cómodo apoyo.
                   Allí venían Henry, Belch y Victor. Él esperaba que se dejaran engañar y
                siguieran el sendero, pero no tuvo tanta suerte. Por un momento estuvieron muy
                cerca de él; casi podía tocarlos alargando la mano desde su escondite.
                   --Seguro que esos mocosos de allá atrás lo vieron -dijo Belch.
                   --Bueno, vamos a averiguar -dijo Henry. Volvieron sobre sus pasos y, momentos
                después, Ben lo oyó bramar-: ¿Qué coño estáis haciendo aquí?
                   Ben no oyó la respuesta. Los niños estaban demasiado lejos y el Kenduskeag
                resonaba demasiado. Pero le pareció que el chico estaba asustado.
                   Luego, Victor Criss aulló algo que Ben no comprendió.
                   --¡Qué, diquecito de mierda!
                   ¿Diquecito? O tal vez Victor había dicho "¡Dije "chito", mierda!"
                   --¡Vamos a romperlo! -propuso Belch.
                   Hubo chillidos de protesta, seguidos por un grito de dolor. Alguien se echó a
                llorar. No habían podido atraparlo a él, pero allí tenían a otro grupo de niños
                pequeños con los que descargar su furia.
                   --Sí, rompámoslo dijo Henry.
                   Chapoteos. Chillidos. Sonoras carcajadas de Belch y Victor. Un grito furioso de
                uno de los niños.
                   --No fastidies, tartamudo imbécil -dijo Henry Bowers.
                   Se oyó un fuerte chasquido. El ruido del agua se hizo más fuerte y rugió por un
                instante, para retomar su plácido gorgoteo. De pronto, Ben comprendió. Diquecito,
                sí, eso había dicho Victor. Los niños (él había tenido la impresión de que había
                dos o tres) estaban construyendo un dique. Henry y sus amigos acababan de
                destrozarlo. Ben creyó adivinar quién era uno de los niños. El único "tartamudo
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