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imbécil" del que tenía noticias era Bill Denbrough, que estaba en el otro quinto
                curso.
                   --¡No tenías por qué hacer eso! -protestó una voz débil y temerosa. Ben la
                reconoció también, aunque no pudo ponerle rostro de inmediato-. ¿Por qué lo
                habéis hecho?
                   --¡Porque sí, capullo! -bramó Henry. Se oyó un golpe sordo, seguido por un grito
                de dolor y sollozos.
                   --Cierra el pico -dijo Victor-. Deja de llorar, quejica, o te arranco las orejas.
                   El llanto se convirtió en una serie de sorbidas ahogadas.
                   --Nos vamos -dijo Henry-, pero antes quiero saber una cosa: ¿habéis visto a un
                chico gordo hace unos diez minutos? Gordo y lleno de sangre y cortes.
                   La respuesta fue demasiado breve para ser otra cosa que "no".
                   --¿Seguro? -insistió Belch-. Mejor que no mientas.
                   --Est-t-toy s-s-seguro -replicó Bill Denbrough.
                   --Vamos -dijo Henry-. Probablemente volvió por allí.
                   --Adiós, capullos -se despidió Victor Criss.
                   Más chapoteos. La voz de Belch volvió a oírse, pero más lejos. Ben no pudo
                distinguir las palabras. A menos distancia, el llanto se reanudó. El otro niño
                murmuraba consuelos. Ben decidió que eran sólo dos: Bill el Tartaja y el llorón.
                   Se quedó donde estaba, medio sentado medio tendido, oyendo a los dos niños
                junto al río y los ruidos que hacían Henry y sus secuaces al alejarse por Los
                Barrens. El sol le lanzaba reflejos a los ojos y destellaba en las raíces enredadas
                que lo rodeaban. Allí todo estaba sucio, pero era cómodo y seguro... El ruido del
                agua era tranquilizador. Hasta el llanto de aquel niño lo serenaba. Sus dolores se
                habían reducido a una leve palpitación; el ruido de los gamberros se perdió por
                completo. Esperaría hasta asegurarse de que no volvían y después echaría a
                correr.
                   Ben oyó el latido de la maquinaria de drenaje que provenía de la tierra: una
                vibración grave, pareja, que surgía del suelo hacia la raíz donde estaba apoyado y
                de ahí a su espalda. Volvió a pensar en los Morlocks, en sus carnes desnudas.
                Imaginó que su olor sería tan húmedo y putrefacto como el que brotaba de los
                orificios de ventilación. Pensó en los pozos, tan hundidos en la tierra; pozos con
                escalerillas herrumbradas a los costados. Dormitó y en algún momento, sus
                pensamientos se convirtieron en un sueño.



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                   Pero no soñó con Morlocks, sino con lo que le había ocurrido en enero, aquello
                que no se había atrevido a contar a su madre.
                   Fue en el primer día de clase tras las vacaciones de Navidad. La señora
                Douglas había pedido un voluntario para que se quedara a ayudarla con el
                recuento de libros devueltos antes de las vacaciones. Ben levantó la mano.
                   --Gracias, Ben -dijo la señora Douglas, premiándolo con una sonrisa fulgurante.
                   --Lameculos -comentó Henry Bowers por lo bajo.
                   Era un día de esos que, en el invierno de Maine, suelen ser los mejores y
                también los peores: sin nubes, luminosos hasta hacer lagrimear, pero tan fríos que
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