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Ben no conocía esa palabra, pero comprendió lo que ella quería decir: ha
                pasado algo. ¿Qué?
                   De pronto comprendió que la había visto como a cualquier persona y no
                simplemente como a su maestra. Eso era lo que había ocurrido. De pronto le
                había visto la cara de un modo completamente distinto y por eso se convertía en
                una cara nueva: la cara de un poeta cansado. La imaginó volviendo a casa con su
                marido, sentada en el coche junto a él, con las manos cruzadas, mientras la
                calefacción siseaba y el hombre le hablaba de su trabajo. La imaginó preparando
                la cena para ambos. Un pensamiento raro le cruzó por la mente; a los labios le
                subió una pregunta de las que hacen para entablar conversación: "¿Tiene hijos,
                señora Douglas?"
                   --En esta época del año suelo pensar que, en realidad, los humanos no estamos
                hechos para vivir tan al norte del ecuador -comentó ella-. Al menos en estas
                latitudes. -Luego sonrió y parte de aquella cualidad extraña desapareció de su
                cara, o tal vez de los ojos de Ben. Al menos en parte, pudo verla como siempre.
                   "Pero jamás volverás a verla así, no del todo", pensó, horrorizado-. Me siento
                vieja hasta la primavera y luego vuelvo a sentirme joven. Así me pasa todos los
                años. ¿Estás segura de que no tendrás problemas, Ben?
                   --Descuide.
                   --Eres un buen chico, Ben.
                   Él volvió a clavar la vista en sus zapatos, ruborizado, de satisfacción.
                   En el pasillo, el señor Fazlo dijo, sin apartar los ojos del serrín:
                   --Cuidado con los congelamientos, chico.
                   --No se preocupe.
                   Llegó a su taquilla, la abrió y sacó sus pantalones para nieve. Le había
                contrariado la insistencia de su madre en que volviera a ponérselos ese invierno,
                en los días muy fríos, porque le parecían cosa de niños pequeños, pero esa tarde
                se alegró de contar con ellos. Caminó lentamente hacia la puerta, cerrando la
                cremallera de su anorak, ajustando los cordones de su capucha, poniéndose los
                mitones. Se detuvo en el primer peldaño de la escalinata, cubierta de nieve, para
                escuchar, por un momento, el chasquido de la puerta al cerrarse con llave a su
                espalda.
                   La escuela de Derry cavilaba tristemente bajo la piel amoratada del cielo. El
                viento soplaba sin pausa. En el mástil, los ganchos de la cuerda repiqueteaban un
                ritmo solitario contra el poste. El viento entumeció las mejillas de Ben.
                   "Cuidado con los congelamientos, chico."
                   Se apresuró a envolverse en la bufanda hasta quedar convertido en una
                pequeña y regordeta caricatura de Red Ryder. El cielo oscurecido tenía una
                belleza fantástica, pero Ben no se detuvo a admirarlo; hacía demasiado frío. Se
                puso en marcha.
                   Al principio, mientras el viento estuvo a su espalda, no hubo demasiado
                problema; por el contrario, hasta parecía ayudarlo a avanzar. Sin embargo, en
                Canal Street tuvo que girar a la derecha, casi contra el viento que ahora parecía
                contenerlo, como si tuviera algo contra él. La bufanda lo protegía, pero no lo
                suficiente. Le palpitaban los ojos y la humedad de su nariz se congeló,
                convirtiéndose en estalactita. Las piernas se le estaban entumeciendo. Varias
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