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Había algo tan maligno en esa voz, que Ben sintió deseos de echar a correr.
                Pero sus pies parecían tan soldados a la acera como los columpios del patio
                escolar al suelo.
                   --¡Flotan, Ben! ¡Todos flotan! ¡Toma uno y verás!
                   El payaso comenzó a caminar por el hielo hacia el puente del canal, donde
                estaba el chico. Ben lo vio acercarse sin moverse; lo observaba como el pájaro
                observa a la serpiente que se acerca. Los globos deberían haber reventado en
                ese frío tan intenso, pero no era así; flotaban por delante del payaso, cuando
                deberían haber estado tras de él, tratando de escapar hacia Los Barrens... de
                donde, según afirmaba una parte de la mente de Ben, había salido ese ser en un
                principio.
                   Entonces Ben notó algo más.
                   Aunque los últimos rayos del día arrojaban un fulgor rosado sobre el hielo del
                canal, el payaso no hacía sombra alguna. Ninguna en absoluto.
                   -Te gustará estar aquí, Ben -dijo el payaso. Ya estaba tan cerca que Ben oía el
                club-club de sus curiosos zapatos sobre el hielo-. Te va a gustar, te lo prometo; a
                todos los niños les gusta, porque es como la Isla del Placer en Pinocho y la Tierra
                de Nunca Jamás en Peter Pan. ¡No están obligados a crecer, y eso es lo que
                todos quieren! ¡Anda, ven! Ven a ver, toma un globo, alimenta a los elefantes,
                sube a la Vuelta al Mundo. ¡Oh, te gustará, Ben, y cómo flotarás...!
                   Y Ben, a pesar de su miedo, sintió que una parte de él quería un globo. ¿Quién
                tenía un globo capaz de flotar contra el viento? ¿Quién había oído hablar de
                semejante cosa? Sí... quería un globo y quería ver la cara del payaso que estaba
                inclinada contra el viento, como para protegerse de aquellas ráfagas gélidas.
                   ¿Qué habría sucedido si, en ese momento, no hubiera sonado el silbato de las
                cinco en el ayuntamiento de Derry? Ben nunca lo supo. Tampoco quería saberlo.
                Lo importante fue que sonó como un picahielo que perforara el intenso frío
                invernal. El payaso levantó los ojos, como sobresaltado y Ben le vio la cara.
                   "¡La Momia! ¡Oh, Dios mío, es la Momia!", fue su primer pensamiento,
                acompañado por un horror vertiginoso que lo obligó a aferrarse a la barandilla del
                puente. No podía haber sido la momia, claro que no. Había momias egipcias a
                montones y él lo sabía, pero su primera impresión había sido la de ver allí la
                Momia, ese monstruo polvoriento representado por Boris Karloff en aquella vieja
                película que él había visto en la televisión, el mes anterior.
                   No, no era esa momia, no podía ser, los monstruos del cine no existían, todo el
                mundo lo sabía, hasta los pequeñajos. Pero...
                   No era maquillaje lo que el payaso lucía. Tampoco estaba envuelto en un
                montón de vendas. Eran vendas, sí, casi todas alrededor del cuello y las muñecas,
                agitadas hacia atrás por el viento, pero Ben le veía la cara con claridad. Tenía
                arrugas profundas; su piel era un mapa de pergamino que trazaba arrugas,
                mejillas desgarradas, carne árida. La piel de la frente estaba partida, pero sin
                sangre. Labios muertos sonreían desde unas fauces en que los dientes se
                inclinaban como lápidas. Sus encías estaban agujereadas y negras. Ben no le vio
                los ojos, pero algo centelleaba muy atrás, en los fosos de carbón de aquellas
                cuencas, algo así como las frías gemas en los ojos de los escarabajos egipcios. Y
                aunque el viento venía de atrás, creyó oler a canela y especias, a mortajas
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