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voces tuvo que esconder las manos enguantadas bajo las axilas para calentarlas.
                El viento daba alaridos casi humanos.
                   Ben se sentía a un tiempo asustado y regocijado. Asustado, porque comprendía
                algunos relatos que había leído, como "Encender fuego", de Jack London, en los
                que la gente moría congelada de verdad. En una noche como ésa, con quince
                grados bajo cero, sería más que posible morir congelado.
                   En cuanto al regocijo, era difícil de explicar. Se trataba de una sensación
                solitaria, algo melancólica. Estaba fuera; pasaba en alas del viento, sin que la
                gente protegida tras sus ventanas iluminadas lo viera. Los otros estaban dentro,
                dentro de la luz y el calor. No sabían que él había pasado. Sólo él lo sabía. Era un
                secreto.
                   El aire en movimiento escocía como si estuviera lleno de agujas, pero era fresco
                y limpio. De la nariz le salía vapor blanco.
                   Y al llegar el ocaso, con el resto del día convertido en una fría raya
                amarillonaranja en el oeste, las primeras estrellas como crueles esquirlas de
                diamante en el cielo, Ben llegó al canal. Ya estaba apenas a tres manzanas de su
                casa, ansioso por sentir el calor en la cara y las piernas.
                   Aun así, se detuvo.
                   El canal estaba congelado en su zanja de cemento como un helado río de leche,
                con la superficie abultada, resquebrajada, nubosa. Aunque inmóvil, se lo veía
                completamente vivo bajo esa áspera luz puritana; poseía una belleza propia, única
                y difícil.
                   Ben giró en dirección contraria: hacia el sudoeste. Hacia Los Barrens. Cuando
                miró en esa dirección, el viento quedó otra vez a su espalda haciéndole flamear
                los pantalones de nieve. El canal corría en línea recta, entre sus paredes de
                cemento, quizá por unos ochocientos metros; después, el cemento desaparecía y
                el río se despatarraba en Los Barrens, que en esa temporada eran un esquelético
                mundo de malezas heladas y salientes ramas desnudas.
                   Allí abajo, en el hielo, había una silueta de pie.
                   Ben la miró. "Puede haber un hombre allí abajo, pero ¿es posible que esté
                vestido con lo que le veo? Es imposible", pensó.
                   La figura vestía un traje de payaso, blanco plateado, que se sacudía contra él en
                ese viento polar. Calzaba enormes zapatos naranja, haciendo juego con los
                pompones que adornaban en hilera la pechera de su traje. Con una mano
                sujetaba un manojo de cordeles que se elevaba hasta un colorido manojo de
                globos. Cuando Ben observó que los globos flotaban hacia él, sintió que la
                irrealidad se abatía sobre él con más potencia. Cerró los ojos, se los frotó, volvió a
                abrirlos. Los globos todavía parecían flotar hacia él.
                   Oyó la voz del señor Fazlo en su cabeza. "Cuidado con los congelamientos,
                chico."
                   Tenía que ser una alucinación o un espejismo provocado por algún curioso
                efecto del clima. Podía haber un hombre allí abajo, en el hielo; hasta era
                teóricamente posible, quizá, que vistiera un traje de payaso. Pero los globos no
                podían flotar hacia Ben, contra el viento. Sin embargo, eso parecía.
                   --¡Ben! -llamó el payaso desde el hielo. Ben pensó que la voz estaba sólo en su
                mente, aunque parecía oírla con los oídos-. ¿Quieres un globo, Ben?
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