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podridas tratadas con drogas extrañas, a arena, a sangre tan vieja que se había
secado en escamas y granos de herrumbre...
--Todos flotamos aquí abajo -graznó el payasomomia.
Y Ben notó, con renovado horror, que de algún modo había llegado al puente.
En esos momentos estaba justo debajo de él estirando una mano seca y torcida
de la que colgaban como estandartes las tiras de piel, una mano en que el hueso
se veía al trasluz, como marfil amarillo.
Un dedo, casi sin carne, acarició la punta de su bota. Entonces se quebró la
parálisis de Ben. Siguió cruzando el puente a grandes saltos, con el silbato de las
cinco aún chillándole en los oídos: sólo cesó cuando llegó a la otra orilla. Tenía
que ser un espejismo. El payaso no podía haber avanzado tanto durante los diez o
quince segundos que duraba el toque de silbato.
Pero su miedo no era un espejismo y tampoco las lágrimas calientes que le
brotaban de los ojos, para congelarse unos segundos después. Corrió, haciendo
resonar la acera con las.botas y oyó que, tras él, la momia vestida de payaso
trepaba desde el canal rechinando sus antiguas uñas de piedra contra el hierro,
con los viejos tendones chirriando como bisagras secas. Oyó el árido silbido de su
aliento que entraba y salía por fosas nasales tan resecas como los túneles bajo la
gran pirámide. Olió su sudario de especias arenosas y supo que, en un momento,
sus manos, tan descarnadas como las construcciones geométricas que él hacía
con su Mecano, descenderían sobre sus hombros. Él giraría la cabeza y sus ojos
se clavarían en la cara arrugada, sonriente. Esas negras cuencas oculares
estarían allí, con sus honduras profundas, relumbrantes, y la boca desdentada
bostezaría y él tendría su globo. Oh, sí, todos los globos que deseara.
Pero cuando llegó a la esquina de su calle, sollozando y sin aliento, con el
corazón martilleando un ritmo loco en sus oídos, cuando al fin miró por encima de
su hombro, la calle estaba desierta. El puente arqueado, con sus flancos de
cemento y su anticuado pavimento de adoquines también estaba desierto. Desde
allí no podía ver el canal en sí, pero Ben sintió que, en todo caso, tampoco habría
visto nada. No: si la momia no había sido una alucinación ni un espejismo, si había
sido real, estaría esperando debajo del puente... como el duende en el cuento de
los tres cabritos.
Debajo. Escondido debajo.
Ben caminó apresuradamente hasta su casa, volviendo la mirada cada pocos
pasos hasta que la puerta quedó bien cerrada con llave a su espalda. Explicó a su
madre (tan cansada por el trabajo pesado en la empaquetadora que, en verdad,
no había notado mucho su ausencia) que se había quedado para ayudar a la
señora Douglas con el recuento de los libros. Luego se sentó ante una cena de
fideos y pavo sobrante del domingo. Devoró tres porciones y con cada una la
momia se hizo más distante, más quimérica. No era real; esas cosas nunca eran
reales: sólo cobraban vida entre los anuncios de las películas que daban por la
tele en la noche o durante las sesiones de los sábados, donde con un poco de
suerte, uno conseguía dos monstruos por veinticinco centavos y, si tenía otros
veinticinco, todas las palomitas de maíz que pudiera tragar.
No, no eran reales. Los monstruos de la tele, los monstruos del cine, los
monstruos de las historietas sólo eran reales cuando uno se iba a la cama y no
podía dormir, cuando los últimos cuatro caramelos guardados bajo la almohada