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Pero Silver era mucho más que una antigualla polvorienta. No parecía gran
                cosa, pero volaba como el viento. El amigo de Bill, su único amigo de verdad, era
                un chico llamado Eddie Kastpbrak y que era bueno para la mecánica. Él había
                enseñado a Bill cómo mantener a Silver en forma: qué tuercas ajustar y verificar
                regularmente, dónde aceitar los engranajes, cómo tensar la cadena, cómo
                emparchar el neumático cuando se pinchaba.
                   "Tendrías que pintarla", había dicho Eddie.
                   Pero Bill no quería pintar a Silver. Por motivos que ni siquiera podía explicarse a
                sí mismo, quería a la Schwinn tal como era. Parecía un trasto de esos que los
                chicos descuidados dejan siempre en el jardín, bajo la lluvia, una de esas
                bicicletas que son puro chirrido, sacudidas y lenta fricción. Parecía un trasto, pero
                volaba como el viento. Era capaz de...
                   --Era capaz de salir pitando -dice en voz alta, y ríe-, como si la llevara el diablo.

                   Su gordo compañero de asiento le echa una mirada áspera; su risa tiene esa
                cualidad hueca, aullante, que había asustado a Audra poco antes.
                   Sí, parecía una ruina con su pintura vieja y aquel castillo anticuado, montado
                sobre la rueda trasera, con la antigua bocina de bulbo negro; esa bocina estaba
                soldada al manubrio por un tornillo herrumbrado del tamaño de un puño de bebé.
                Una ruina,
                   Pero ¡cómo iba Silver! ¡Santo cielo!
                   Y era una suerte que fuera así, porque Silver salvó la vida a Bill Denbrough en la
                última semana de junio de 1958, una semana después de que conociera a Ben
                Hanscom, una semana después de que él, Ben y Eddie construyeran el dique; la
                misma semana en que Ben, Richie Bocazas Tozier y Beverly Marsh aparecieron
                en Los Barrens, después de la sesión de cine del sábado. Richie iba tras él, en el
                cestillo de Silver, el día en que Silver le salvó la vida. Por lo tanto, era de suponer
                que Silver había salvado también la de Richie. Y entonces recordó la casa de la
                que huían, sí Lo recordó muy bien. Esa maldita casa de Neibolt Street.
                   Ese día había salido pitando para huir del diablo. Huía de un demonio de ojos
                brillantes. Un demonio viejo, peludo, con la boca llena de dientes ensangrentados.
                Pero todo eso fue después. Si Silver había salvado la vida de Richie y la suya, ese
                día, quizá había salvado también la de Eddie Kaspbrak el día en que Bill y Eddie
                conocieron a Ben, junto a los restos de su dique, en Los Barrens. Henry Bowers,
                que parecía haber pasado por una picadora, había aplastado la nariz a Eddie, con
                lo cual el chico se atacó de asma y entonces resultó que su aspirador estaba
                vacío. Y ese día había sido Silver también, Silver al rescate.
                   Bill Denbrough, que no tenía bicicleta desde hace casi diecisiete años, mira por
                la ventanilla de un avión que en 1958 sólo habría imaginado en las revistas de
                ciencia ficción, "¡Hai-oh, Silver, Arreee!", piensa. Y tiene que cerrar los ojos para
                contener las lágrimas.
                   ¿Qué fue de Silver? No logra recordarlo. Esa parte de la escena todavía está a
                oscuras; ese foco aún no se ha encendido. Tal vez sea mejor así. Tal vez sea más
                misericordioso.
                   Hai-oh.
                   Hai-oh, Silver.
                   Hai-oh, Silver.
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