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--Usted deje de clavarme el suyo y yo d-d-dejaré de c-c-clavarle el mío.
                   El gordo le echa una mirada agria, incrédula, de qué diablos me está hablando.
                Bill se limita a mirarlo hasta que el otro aparta los ojos, murmurando.
                   ¿Quién está allí?
                   ¿Quién camina, trip-trap, sobre mi puente?
                   Mira otra vez por la ventanilla y piensa. "Hemos salido pitando."
                   Le arden los brazos y la nuca. Acaba con el resto de su cóctel de un solo trago.
                Otra de esas grandes luces acaba de encenderse.
                   Silver, su bicicleta. Así la había llamado, como el caballo del Llanero Solitario.
                Una Schwinn grande, de sesenta centímetros de altura. "Te vas a matar con eso,
                Billy", le había dicho el padre, pero sin mucha convicción. Desde la muerte de
                George se preocupaba muy poco por las cosas. Antes había sido duro. Justo pero
                duro. Desde entonces uno podía salirse con la suya. Hacía cosas de padre, decía
                cosas de padre, pero allí quedaba todo. Era como si estuviera siempre alerta, por
                si George volvía a casa.
                   Bill la había visto en la vidriera de Byle and Cycle de la Main Street,
                cavilosamente inclinada en su soporte, la más grande de todas las exhibidas. Era
                opaca donde las otras brillaban, recta donde las otras tenían curvas, curva en
                donde las otras eran rectas. Contra la rueda delantera había un cartel: "Segunda
                mano. Haga su oferta."
                   Lo que ocurrió fue que Bill entró y el propietario hizo su propia oferta, que Bill
                aceptó (no habría sabido regatear con él aunque su vida hubiera dependido de
                ello). El precio, veinticuatro dólares, le pareció muy justo, hasta generoso. Pagó
                por Silver con el dinero que había ahorrado en los últimos siete u ocho meses:
                dinero recibido por su cumpleaños, por Navidad y por cortar el césped. Veía esa
                bicicleta en la vidriera desde el día de Acción de Gracias. La pagó y la llevó a
                casa, caminando, en cuanto la nieve comenzó a fundirse. Era curioso, porque
                hasta el año anterior nunca había pensado mucho en bicicletas. La idea pareció
                surgirle de buenas a primeras, tal vez uno de esos días interminables tras la
                muerte de George. Tras el asesinato de George.
                   En un principio, Bill estuvo a punto de matarse, sí. El primer paseo en bicicleta
                terminó con un tumbo deliberado para no estrellarse contra la empalizada que
                cerraba Kossuth Lane (no era tanto estrellarse contra la empalizada lo que temía,
                como atravesarla y caer a Los Barrens desde dieciocho o veinte metros de altura).
                Salió de ésa con un corte de doce centímetros entre la muñeca y el codo del brazo
                izquierdo. Antes de transcurrida una semana, no pudo frenar a tiempo y pasó
                como un rayo por la intersección de Witcham y Jackson a más de cincuenta
                kilómetros por hora. Era un chiquillo montado en un mastodonte de color gris
                polvoriento (Silver sólo era de plata gracias a su imaginación voluntariosa), con
                naipes ametrallando los rayos de ambas ruedas en un rugido incesante. Si hubiera
                aparecido un automóvil, habría quedado hecho picadillo. Como Georgie.
                   Poco a poco, al avanzar la primavera, fue dominando a Silver. Ni su padre ni su
                madre notaron, en ese período, que el chico estaba cortejando a la muerte en
                bicicleta. A él le parecía que, después de los primeros días, ellos ni siquiera
                reparaban en la presencia de la bicicleta; para ellos era sólo una antigualla,
                apoyada contra la pared del garaje en días de lluvia.
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