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oído lo suficiente para volverse hacia Richie. Era de suponer que el chico había
querido hablar en voz baja. El problema era que Richie no tenía nada parecido a la
voz baja.
--¿Qué has dicho, cabrón cuatro ojos? -inquirió Victor Criss.
--Nada -respondió Richie.
Esa negativa (junto con su cara, que parecía horrorizada y llena de miedo)
podría haber acabado la cosa. Sólo que la boca de Richie era como un caballo
inclinado a desbocarse sin motivo. Y esa boca agregó, súbitamente:
--Deberíais excavaros la cera de los oídos, chicos. ¿Queréis un poco de
dinamita?
Lo miraron por un instante, incrédulos, y se lanzaron tras él. Bill el Tartaja ya
había presenciado la desigual carrera desde su principio hasta su anunciada
conclusión, desde su sitio, contra el muro del edificio. No tenía sentido inmiscuirse;
aquellos tres grandullones se sentirían muy felices si podían atizar a dos chicos
por el precio de uno.
Richie corrió en diagonal, cruzando el patio de los pequeños y se metió entre los
columpios; sólo comprendió que era un callejón sin salida cuando chocó contra la
cerca instalada entre el patio y el parque con que lindaban los terrenos de la
escuela. Trató de subir por la cerca, todo dedos aferrantes y zapatillas en punta.
Le faltaba una tercera parte para llegar arriba cuando Henry y Victor Criss lo
bajaron a tirones: Henry, por la espalda de la chaqueta; Victor, por el fondillo de
los vaqueros. Richie cayó de espaldas en el asfalto. Sus gafas volaron. Alargó la
mano para cogerlas pero Belch Huggins las apartó de un puntapié. Por eso, ese
verano, una de las patillas estaba remendada con cinta adhesiva.
Bill hizo una mueca dolorida y caminó hasta el frente del edificio. Había
observado que la señora Moran, una de las maestras de cuarto grado, ya corría a
separarlos, pero sabía que ellos darían su merecido a Richie antes de que ella
llegara. Gallina, gallina, mirad al bebé llorón.
Bill sólo había tenido pequeños problemas con ellos. Se burlaban de su
tartamudeo, por supuesto. De vez en cuando, con las pullas venía alguna
crueldad. Un día de lluvia, cuando iban a almorzar en el gimnasio, Belch Huggins
le había quitado la bolsa del almuerzo para aplastarla en el suelo con su bota,
triturando el contenido.
--¡Oh, ca-ca-caramba! -se burló Belch, fingiendo horror-. ¡D-d-disculpa lo de tu
alm-m-muerzo, c-c-carac-c-culo!
Y se fue tranquilamente por el pasillo, hacia Victor Criss, que estaba apoyado
contra la fuente de agua, ante el lavabo de los chicos, riendo a mandíbula
batiente. Pero eso no había sido tan grave. Bill consiguió que Eddie Kaspbrak le
diera medio bocadillo de mermelada y mantequilla y Richie se declaró muy feliz de
darle su huevo picante, la madre se lo ponía en la bolsa día por medio y, según
decía Richie, le daba ganas de vomitar.
Pero había que mantenerse lejos de ellos, y si eso era imposible, había que
tratar de volverse invisible.
Eddie se había olvidado de las reglas y lo habían hecho papilla.
No se sintió tan mal hasta que los gamberros se fueron arroyo abajo y cruzaron
a la otra orilla, aunque ,la nariz le sangraba como una fuente. Cuando su pañuelo
quedó completamente empapado, Bill le dio el suyo y le hizo poner una mano en