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Su cara se petrificó. Excavó en derredor de la palabra, tartamudeando como una
ametralladora. Volaba la saliva de sus labios y pasaron casi treinta segundos de
"mu-mu-mu-mu" antes de que Ben comprendiera lo que Denbrough trataba de
decir: que el otro chico podía estar muriéndose.
V. Bill Denbrough sale pitando (I)
1.
Bill Denbrough piensa: "Estoy muy cerca del viaje espacial; sería lo mismo si
estuviera dentro de una bala disparada por una pistola.
Esta idea, aunque acertada, no le resulta especialmente consoladora. En
realidad, durante la primera hora después del despegue del Concorde (tal vez
fuera mejor hablar de disparo), ha estado lidiando con una leve claustrofobia. El
avión es estrecho... de una estrechez perturbadora. Aunque la comida es
exquisita, las azafatas que la sirven deben retorcerse, doblarse y agacharse para
cumplir con el trabajo; parecen una troupe de gimnastas. Ese dificultoso servicio
priva a Bill de una parte del placer que podría darle la comida. Su compañero de
asiento, en cambio, no parece muy molesto.
El compañero de asiento representa otra desventaja. Es gordo y no muy pulcro.
Aunque sobre la piel use colonia fina, por debajo de ella Bill detecta el olor
inconfundible del polvo y el sudor. Tampoco es muy detallista con su codo
izquierdo, que de vez en cuando golpea a Bill con un sonido suave.
Una y otra vez, sus ojos van al indicador digital que hay en el frente de la cabina.
Muestra la velocidad de esa bala británica. En ese momento, con el Concorde ya a
velocidad de crucero, llega al punto máximo, algo más de dos mach Bill saca un
bolígrafo de la camisa y usa la punta para operar los botones del reloj
computadora que le regaló Audra por Navidad. Si el machiómetro funciona bien (y
Bill no tiene motivos para pensar que no), están volando a razón de veintisiete
kilómetros por minuto. No está seguro de que le aproveche el dato.
Más allá de la ventanilla, pequeña y gruesa como las de las viejas cápsulas
espaciales Mercurio, se ve un cielo que no es azul sino purpúreo crepuscular,
aunque es mediodía. Allí donde se encuentran el mar y el cielo, el horizonte tiene
una ligera curva. "Aquí estoy -piensa Bill-, con un cóctel en la mano y el codo de
un gordo clavado en mi bíceps, contemplando la curvatura de la Tierra."
Sonríe un poco, pensando que, si un hombre puede soportar algo así, no
debería temer a nada. Pero tiene miedo y no sólo de volar a veintisiete kilómetros
por minuto en esa cabina estrecha y frágil. Casi puede sentir que Derry se
precipita hacia él. Y ésa es la expresión correcta, exactamente. A pesar de los
veintisiete kilómetros por minuto, la sensación es de estar completamente inmóvil
mientras Derry se precipita hacia él, como un gran carnívoro que ha permanecido
a la espera por mucho tiempo y acaba de abandonar su escondrijo. ¡Derry, ah,