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como protección contra los peligros de la noche ya habían sido masticados, sólo
                cuando la cama se convertía en un lago de sueños rancios, cuando el viento
                aullaba afuera, cuando uno tenía miedo de mirar la ventana porque allí podía
                haber una cara, una cara vieja, sonriente, que en vez de pudrirse se había secado
                como una hoja vieja, los ojos hundidos en las cuencas negras, sólo cuando uno
                veía una mano desgarrada sosteniendo un manojo de globos: "Ven a ver, toma un
                globo, alimenta a los elefantes, monta la Vuelta al Mundo. Ben, oh, Ben, cómo vas
                a flotar..."



                   12.


                   Ben despertó con una exclamación ahogada, aún reviviendo aquel sueño de la
                momia, lleno de pánico por la oscuridad próxima y vibrante que lo rodeaba. Dio un
                respingo; la raíz dejó de sostenerlo y se le hundió otra vez en la espalda, como
                exasperada.
                   Vio luz y trepó hacia allí. Salió a rastras al sol de la tarde y al parloteo del arroyo
                y todo volvió a su lugar. Era verano, no invierno. La momia no lo había llevado a
                su cripta desierta. Ben se había escondido, simplemente, para escapar de los
                gamberros, en un agujero arenoso, bajo un árbol medio desarraigado. Estaba en
                Los Barrens. Henry y sus amigos se desquitaron con un par de chicos que
                jugaban en el arroyo, porque no habían podido desquitarse del todo con Ben.
                   Ben contempló ceñudo su ropa destrozada. Su madre iba a servirle dieciséis
                sabores diferentes de paliza.
                   Había dormido el tiempo suficiente como para entumecerse. Se deslizó por el
                terraplén y comenzó a caminar a lo largo del arroyuelo haciendo una mueca de
                dolor a cada paso. Era un revoltijo de dolores sordos y agudos; se habría dicho
                que Spike Jones estaba tocando un ritmo rápido sobre trozos de vidrio dentro de
                sus músculos. Al parecer, había sangre seca o casi en cada centímetro de su piel
                a la vista. Los constructores de diques se habrían ido. No sabía por cuánto tiempo
                había dormido, pero aunque sólo hubiera sido media hora, el encuentro con Henry
                y sus amigos habría convencido a Denbrough y a su amigo de que, en bien de su
                salud, les convenía cualquier otro lugar; Tombuctú, por ejemplo.
                   Ben marchaba ceñudo, sabiendo que, si los gamberros volvían, no tendría
                posibilidad de huir. Poco le importaba.
                   Al doblar un recodo del arroyo, quedó inmóvil por un segundo, mirando. Los
                constructores de diques ano estaban allí. Uno de ellos era Bill el Tartaja
                Denbrough, sí. Estaba arrodillado junto al otro niño, que se había sentado contra
                la barranquilla con la cabeza tan hacia atrás que la nuez de Adán sobresalía como
                una cuña. Tenía sangre seca alrededor de la nariz, en el mentón y a lo largo del
                cuello. En una mano sostenía algo.
                   Bill el Tartaja giró bruscamente y vio a Ben. Ben vio entonces, horrorizado, que
                al otro niño le pasaba algo. Denbrough estaba muerto de miedo. "Cuándo
                terminará este día", pensó, angustiado.
                   --¿P-p-p-podrías ay-y-yud-d-darme? -dijo Bill Denbrough-. T-t-tiene el inhal-lad-
                dor v-v-vacío. Q-quizá se está...
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