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intimidan. Para empeorar la baja temperatura, soplaba un fuerte viento que daba
                al frío un filo cortante.
                   Ben contaba los libros y dictaba las cifras que la señora Douglas anotaba sin
                molestarse en verificar, notó él, con orgullo; después, ambos los llevaron abajo, al
                depósito, por pasillos donde los radiadores resonaban. Al principio, la escuela
                había estado llena de ruidos: puertas de armarios metálicos que se cerraban con
                violencia, el clac-ti-clac de una máquina de escribir, en la oficina; el canto algo
                desafinado del orfeón, en el piso alto; el nervioso tud-tud-tud de las pelotas de
                baloncesto en el gimnasio y el roce de las zapatillas cuando los jugadores corrían.
                   Poco a poco, esos ruidos fueron cesando; por fin, cuando los libros estuvieron
                guardados, sólo quedó el sonido de los radiadores, el leve suish-suish de la
                escoba del señor Fazlo, que barría el vestíbulo con serrín, y el ulular del viento,
                allá fuera.
                   Ben miró por el único ventanuco del depósito y vio que estaba oscureciendo
                rápidamente. Eran las cuatro de la tarde y el crepúsculo estaba a un paso.
                Membranas de nieve seca volaban y se arremolinaban entre los columpios
                soldados al suelo por la congelación. Jackson Street estaba desierta. Miró por un
                momento más, esperando que algún coche pasara por la esquina de Jackson y
                Witcham, pero no fue así. Era como si todos los habitantes de Derry, salvo él y la
                señora Douglas, estuvieran muertos o hubieran huido.
                   Miró a la mujer y notó, con un dejo de miedo, que ella sentía casi exactamente lo
                mismo. Se le veía en los ojos que estaba pensativa, distante; no parecían los ojos
                de una maestra cuarentona, sino los de una criatura. Tenía las manos cruzadas
                debajo del busto, como si rezara.
                   "Tengo miedo -pensó Ben-, y ella también lo tiene. Pero ¿de qué?"
                   No lo sabía. Entonces ella lo miró, soltando una risa breve, casi azorada.
                   --Te he entretenido demasiado -dijo-. Lo siento, Ben.
                   --No importa. -Él se miró los zapatos. La quería un poco, no con el cariño
                incondicional que había prodigado a la señorita Thibodeau, su maestra de primer
                curso, pero la quería, sí.
                   --Si tuviera coche te llevaría hasta tu casa... Mi marido pasará a recogerme a
                eso de las cinco y cuarto. Si quieres esperar, podríamos...
                   --No, gracias -respondió Ben-. Tengo que llegar a casa antes.
                   Eso no era del todo verdad, pero sentía una extraña aversión ante la idea de
                conocer al marido de la señora Douglas.
                   --Quizá tu madre pueda...
                   --Ella tampoco tiene coche -aclaró Ben. . Pero no hay problema. Mi casa dista
                sólo a quince manzanas.
                   --Quince manzanas no es mucho con buen tiempo, pero con este frío se te
                harán muy largas. Si aprieta el viento te refugiarás en alguna parte, ¿oyes, Ben?
                   --Claro. Iré al mercado de Costello y me quedaré junto a la estufa o algo así. Al
                señor Gedreau no le molesta. Además, llevo pantalones para nieve y la bufanda
                nueva que me regalaron en Navidad.
                   La señora Douglas pareció tranquilizarse un poco... pero volvió a mirar la
                ventana.
                   --Es que parece hacer tanto frío -dijo-. Todo parece tan... tan adverso...
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