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Henry cayó de costado, siempre aferrado a sus testículos, y comenzó a rodar
lentamente de lado a lado.
--¡Aggg...! -gimió-. Mis pelotas. ¡Oh! Me has destrozado las pelotas. ¡Mierda! -
Comenzaba a recobrar un poco las fuerzas y Ben retrocedió. Le asqueaba lo que
había hecho, pero también le llenaba con una especie de justiciera fascinación-.
¡Oh...! Mierda, mis pelotas... ¡Ag, ag!
Ben podría haber permanecido allí, hasta que Henry se recobrara lo suficiente
como para perseguirlo. Pero en ese instante un guijarro le golpeó por encima de la
oreja derecha y le provocó un dolor tan intenso y penetrante que, mientras no
sintió el calor de la sangre al brotar, creyó haber sido picado por una avispa.
Giró en redondo. Los otros dos venían corriendo por el medio del arroyuelo,
hacia ellos. Cada uno llevaba un puñado de guijarros. Victor arrojó uno y Ben lo
sintió silbar junto al oído. Agachó la cabeza y otro le golpeó en la rodilla derecha
haciéndole chillar de dolor. Un tercero le rebotó en el pómulo derecho.
Buscó la orilla opuesta y la subió a toda velocidad aferrándose a raíces salientes
y matorrales. Al llegar arriba (un último guijarro le azotó las nalgas al levantarse)
echó un vistazo por encima del hombro.
Belch estaba arrodillado junto a Henry, mientras Victor, a dos metros de
distancia, arrojaba guijarros. Se abrió paso entre los matorrales, tan altos como un
hombre. Había visto lo suficiente. En realidad había visto demasiado. Lo peor era
que Henry Bowers estaba levantándose. Como el Timex de Ben, Henry podía
recibir una paliza sin dejar de funcionar. Ben se lanzó hacia los matorrales
avanzando en una dirección que, con un poco de suerte, sería el oeste. Si podía
cruzar hacia Old Cape, pediría diez centavos a alguien para tomar el autobús a su
casa. En cuanto llegara, cerraría la puerta con llave y sepultaría esos harapos
ensangrentados en la basura y esa pesadilla acabaría, por fin. Se imaginó sentado
en su sillón de la sala, recién bañado, con su mullido albornoz, viendo los dibujos
animados de Pato Daffy y bebiendo leche con sorbete. "Aférrate a ese
pensamiento", se dijo, ceñudo, y continuó andando.
Los arbustos le saltaban a la cara; Ben los apartaba. Las espinas estiraban sus
garras; él trataba de ignorarlas. Llegó a una zona donde el terreno, plano, era
negro y lodoso. Sobre él se extendía un denso crecimiento de plantas parecidas al
bambú; de la tierra se elevaba un olor fétido. Una idea ominosa (ciénagas) le
cruzó, como una sombra, mientras miraba el brillo del agua estancada en el
cañaveral. No quería adentrarse por allí. Aunque no fuera una ciénaga, el barro le
chuparía las zapatillas. Giró hacia la derecha, corriendo a lo largo de los bambúes,
hasta llegar a una parte donde había bosque de verdad.
Los árboles (abetos, en su mayoría) crecían por doquier, combatiendo entre sí
por un poco de espacio y sol, pero había menos vegetación y Ben pudo avanzar
más deprisa. Ya no estaba seguro de la dirección en que avanzaba, pero creía
llevar cierta ventaja. Los Barrens estaban rodeados por la ciudad de Derry en tres
lados; al cuarto lo limitaba la prolongación de la autopista, a medio terminar. Tarde
o temprano llegaría a alguna parte.
El vientre le palpitaba dolorosamente. Se recogió los restos de la sudadera para
echarle un vistazo. Al verlo hizo una mueca de repulsión. Su vientre parecía un
grotesco adorno de árbol navideño, untado de sangre roja y manchado de verde