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por la resbalada a lo largo del terraplén. Con sólo mirar aquello sentía ganas de
vomitar el almuerzo.
Oyó un murmullo grave, algo más adelante; era una sola nota, sostenida,
apenas al alcance de su oído. Cualquier adulto, decidido sólo a escapar de allí (los
mosquitos acababan de encontrar a Ben y, aunque no tenían el tamaño de
gorriones, eran bastante grandes) lo habría pasado por alto, quizá no habría
llegado a percibirlo. Pero Ben era un niño y el miedo ya se le estaba pasando. Giró
hacia la izquierda y se abrió paso por entre unos laureles bajos. Detrás de ellos,
sobresaliendo de la tierra, se veía un cilindro de cemento de casi un metro de
altura y un metro veinte de diámetro Lo coronaba una cubierta de hierro con las
palabras. "Red de alcantarillados de Derry". El sonido, que a esa distancia era más
un zumbido que un murmullo, provenía de su interior.
Ben acercó un ojo a uno de los orificios de ventilación, pero no vio nada. Se oía
el zumbido y un correr de agua, allá abajo, pero nada más. Aspiró hondo y recibió
una bocanada de acritud húmeda y nauseabunda. Retrocedió con una mueca. Era
una cloaca, o tal vez una combinación de cloaca y túnel de drenaje, había muchos
de ellos en Derry, tan temerosa de las inundaciones. No era gran cosa. Pero le
había provocado un miedo extraño. En parte, por ver una obra humana en esa
selva enmarañada, pero en parte, también, por la forma de aquel cilindro de
cemento que sobresalía de la tierra. El año anterior, Ben había leído La máquina
del tiempo, de H. G. Wells; primero, en la versión de historieta; después, el libro
completo. Ese cilindro, con su cubierta de hierro, le hacía pensar en los pozos que
llevaban al país de los desquiciados y horribles Morlocks.
Se alejó de allí tratando de hallar nuevamente el oeste. Llegó a un pequeño
claro y giró hasta que su sombra cayó detrás de él. Entonces caminó en línea
recta.
Cinco minutos más tarde oyó más ruidos de agua y voces. Voces de niños.
Se detuvo. Fue entonces cuando oyó chasquidos de ramas y otras voces a su
espalda. Eran perfectamente reconocibles. Pertenecían a Victor, Belch y Henry
Bowers.
Al parecer, la pesadilla aún no había terminado.
Ben buscó un sitio para esconderse.
10.
Salió de su escondrijo pasadas unas dos horas, sucio y desaliñado, pero algo
descansado. Por increíble que resulte, se había quedado dormido. Al oír que
aquellos tres iban tras él, Ben había estado cerca de petrificarse como un animal
encandilado por los faros de un camión. Se le había ocurrido tenderse en el suelo,
acurrucarse y dejar que le vapulearan a su antojo. Era una idea descabellada,
pero también parecía, extrañamente, una buena idea.
En cambio, Ben comenzó a avanzar hacia el ruido del agua y de aquellos niños.
Trató de captar lo que estaban diciendo, con tal de sacudirse aquella
amedrentante parálisis. Hablaban de un proyecto. Hasta le pareció reconocer a
una o dos de las voces. Se oyó un chapuzón, seguido por una carcajada. La risa