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espaldas en medio del agua. Sus ojos, entreabiertos, sólo mostraban la parte
                blanca. De una oreja le brotaba sangre que corría hacia Ben en hilos.
                   "¡Oh, Dios, lo he matado! ¡Oh, Dios, soy un asesino! ¡Oh, Dios mío!"
                   Olvidando que Belch y Victor venían tras él (o tal vez comprendiendo que
                perderían todo interés cuando vieran que su temerario líder había muerto), Ben
                chapoteó seis metros contracorriente hasta llegar a él. Henry tenía la camisa
                hecha jirones y le faltaba un zapato. Ben tenía una vaga noción de que también
                quedaba muy poco de sus propias ropas y de que su cuerpo era un gran sonajero
                de dolores. Lo peor era el tobillo izquierdo. Ya se había hinchado, contra la
                zapatilla empapada. Ben cojeaba tanto que ya no parecía caminar sino mecerse
                como un marinero en tierra después de una larga travesía.
                   Se inclinó sobre Henry Bowers. Los ojos de Henry se abrieron de pronto. Sujetó
                a Ben por la pantorrilla con una mano sanguinolenta. Su boca se movió y aunque
                sólo surgió de ella una serie de aspiraciones sibilantes, el chico llegó a
                comprender que decía: "Te voy a matar, gordo de mierda."
                   Henry estaba tratando de incorporarse usando la pierna de Ben como apoyo.
                Ben tiró frenéticamente hacia atrás y cayó sentado por tercera vez en los últimos
                cuatro minutos. Por añadidura, volvió a morderse la lengua. El agua salpicó en
                derredor. Por un instante, ante sus ojos reverberó un arco iris. A Ben, los arco iris
                le importaban un bledo. También le importaba un bledo hallar una marmita llena
                de monedas de oro. Se conformaba con su gorda y miserable vida.
                   Henry giró sobre sí. Trató de ponerse de pie. Volvió a caer. Logró incorporarse
                sobre manos y rodillas. Y por fin se levantó tambaleante. Clavó en Ben sus ojos
                negros. Su tupé estaba revuelto; parecía un maizal después de un fuerte viento.
                   De pronto, Ben se enfadó. Más que enfadarse, se sintió furioso. No había hecho
                nada, sólo caminar con los libros de la biblioteca bajo el brazo, imaginando
                inocentemente que besaba a Beverly Marsh, sin molestar a nadie. ¿Y de pronto
                todo aquello? Ropa hecha jirones. Tobillo izquierdo lesionado. Piernas llenas de
                cortes, la lengua mordida y el maldito monograma de Henry Bowers en el
                estómago. Pero fue el pensar en los libros de la biblioteca, de los que se le haría
                responsable, lo que le impulsó a arrojarse contra Henry Bowers. Los libros
                perdidos y una imagen de los ojos de la señora Starrett, cargados de reproche
                cuando él se lo explicara. Fuese cual fuere el motivo (los cortes, la torcedura, los
                libros, hasta las calificaciones que llevaba en el bolsillo trasero, a esa altura
                empapado, tal vez ilegible) bastó para que avanzara. Se inclinó hacia adelante,
                con un chapoteo de zapatillas en el agua y asestó a Henry una patada en los
                testículos.
                   Henry lanzó un alarido, que espantó a los pájaros de los árboles. Por un
                momento quedó despatarrado, aferrándose la entrepierna, con ojos fijos en Ben.
                   --Aggg... -gimió.
                   --Cierto -dijo Ben.
                   --Aggg...
                   --Cierto.
                   Henry se hundió lentamente de rodillas, no caía: se doblaba. Aún seguía
                mirando a Ben con sus ojos negros, incrédulos.
                   --Aggg...
                   --Muy cierto -aseguró Ben.
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