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--¡N-n-no te v-v-vayas! -gritó Bill. Levantó las manos con las palmas hacia fuera,
                para mostrar que era inofensivo-. Nec-c-cesitamos ay-y-yuda.
                   Ben se acercó un poco más, todavía cauteloso. Caminaba como si las piernas lo
                estuvieran matando.
                   --¿Se han marchado? ¿Bowers y esos tipos?
                   --S-sí -dijo Bill-. Escucha, ¿ppuedes qu-quedarte c-c-c-con mi am-amigo
                mientras v-v-voy a bubuscarle el mediccam-mento? T-tiene a-a-a...
                   --¿Asma?
                   Bill asintió con la cabeza.
                   Ben se acercó y se dejó caer penosamente sobre una rodilla junto a Eddie, que
                permanecía recostado, con los ojos casi cerrados y el pecho jadeante.
                   --¿Quién le atizó? -preguntó Ben. Cuando levantó la mirada, Bill le vio la misma
                furia frustrada que él sentía-. ¿Fue Henry Bowers?
                   Bill volvió a asentir.
                   --Me lo imaginaba. Bien, ve. Yo me quedo con él.
                   --Gra-gra-gracias.
                   --No me lo agradezcas -dijo Ben-. Fue culpa mía que cayeran sobre vosotros.
                Ve, date prisa. Tengo que llegar a casa antes de cenar.
                   Bill se fue sin decir nada más. Le habría gustado decir a Ben que no se lo
                tomara muy a pecho; lo que había pasado no era culpa suya, así como tampoco
                era culpa de Eddie haber abierto la boca tan estúpidamente. Los tíos como Henry
                y sus compinches eran accidente que a cualquiera le tocaban, la versión infantil de
                los tornados, las inundaciones o el granizo. Le habría gustado decir eso, pero
                estaba tan nervioso que le habría llevado veinte minutos, y para ese entonces
                Eddie podría haber entrado en coma (ésa era otra cosa que Bill había aprendido
                de los doctores Casey y Kildare: uno nunca se pone en coma, entra en ella).
                   Trotó corriente abajo, volviéndose una sola vez para mirar atrás. Vio a Ben
                Hanscom recogiendo guijarros a orillas del agua. Por un momento no se le ocurrió
                para qué hacía eso, pero enseguida lo comprendió: era una reserva de
                municiones. Por si ellos volvían.



                   4.


                   Los Barrens no tenían misterios para Bill. Esa primavera había jugado mucho
                allí, con Richie, con Eddie, y a veces solo. No había explorado toda la zona,
                ciertamente, pero sabía cómo volver a Kansas Street desde el Kenduskeag sin
                dificultad, y así lo hizo aquella tarde. Salió ante un puente de madera donde
                Kansas Street cruzaba uno de los arroyuelos innominados que brotaban del
                sistema de drenaje hacia el Kenduskeag. Bajo ese puente estaba atada Silver, con
                su manubrio sujeto a uno de los soportes del puente mediante un trozo de cuerda.
                   Bill desató la cuerda, se la guardó en la camisa y sacó a Silver a la acera a viva
                fuerza, jadeando y sudando; un par de veces perdió el equilibrio y cayó sentado.
                   Pero al fin llegó arriba.
                   Y, como siempre, en cuanto estuvo montado en Silver se convirtió en otra
                persona.
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