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impermeable amarillo y el barquito de papel parafinado; el señor Gardener
subiendo la calle veinte minutos después con su cadáver envuelto en un edredón
ensangrentado; el alarido agónico de su madre. Todo quedaba atrás. Él era el
Llanero Solitario, John Wayne, Bo Diddley, era cualquiera que deseara ser, nadie
que llorara, se asustara y quisiera ir con su m-m-mamá.
Silver volaba y Bill el Tartaja volaba con ella. La sombra de ambos, con forma de
caballete, volaba tras ellos. Bajaron juntos por Up-Mile Mill, entre el bramar de los
naipes. Los pies de Bill empezaron a pedalerar buscando más velocidad aún,
buscando llegar a una velocidad hipotética, no la del sonido sino la de la memoria,
y cruzar la barrera del dolor.
Volaba, inclinado sobre el manillar, volaba como si lo llevara el diablo.
La triple intersección de Kansas, Center y Main se aproximaba vertiginosamente.
Era un espanto de tránsito en un solo sentido, señales contradictorias y semáforos
que debían estar sincronizados pero no lo estaban. Como proclamara un editorial
del Derry News, el resultado era un flujo de tráfico concebido en el infierno.
Como siempre, Bill echó rápidos vistazos a derecha e izquierda, calculando el
tráfico y buscando huecos. Si fallaba en sus cálculos -si tartamudeaba, podría
decirse-, le esperaba la muerte o heridas graves.
Salió como una flecha hacia el tránsito lento que atascaba la intersección, pasó
un semáforo en rojo y se desvió a la derecha para esquivar un viejo Buick. Lanzó
una mirada por encima del hombro para asegurarse de que el carril de en medio
estaba desierto. Volvió la vista hacia adelante y vio que, en cinco segundos, iba a
estrellarse contra la trasera de una camioneta detenida en medio de la
intersección, mientras el gordo rubicundo que la conducía estiraba el cuello para
leer todas las señales y asegurarse de que, por algún viraje equivocado, no había
terminado en las playas de Miami.
A la derecha de Bill, el carril estaba colmado con un autobús que cubría el
trayecto entre Derry y Bangor. Se deslizó en esa dirección, disparado entre la
camioneta y el autobús, siempre a cincuenta kilómetros por hora. En el último
momento inclinó la cabeza a un lado, para evitar que el espejo lateral de la
camioneta le reorganizase los dientes. El humo caliente del escape del autobús le
dio un latigazo en la garganta como un trago de licor fuerte. Oyó un chirrido
cuando la punta de su manillar rozó el aluminio de la carrocería. Vio por un
instante la cara del conductor, blanca como un papel bajo la gorra. Esgrimía el
puño y gritaba algo. Seguramente no era para desearle feliz cumpleaños.
Tres ancianas iban cruzando Main, desde el Banco de Nueva Inglaterra hacia el
Shre-Boat. Al oír el rugir de los naipes, las tres levantaron la mirada y quedaron
boquiabiertas: un niño, subido en una bicicleta enorme, pasó a quince centímetros
de ellas como un espejismo.
Lo peor -y lo mejor- del viaje había quedado atrás. Una vez más, había
experimentado la posibilidad muy real de su propia muerte; una vez más, se había
encontrado capaz de afrontarla. El autobús no lo había arrollado; sanos y salvos
estaban él y las tres ancianas con sus bolsas de compras y sus cheques de la
jubilación; tampoco se había estampado contra la trasera de la camioneta. Ahora
iba otra vez colina arriba, perdiendo velocidad. Algo se perdía con ella -oh, bien
podía llamarlo deseo, ¿no? Todos los recuerdos y los pensamientos estaban