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5.
--¡Hai-oh, Silver! ¡Arreee!
Las palabras sonaron más graves que de costumbre -era casi la voz del hombre
en que se convertiría-. Silver fue cobrando velocidad lentamente; el acelerado
clicti-clac de los naipes prendidos con pinzas a los rayos iban marcando el
aumento. Bill, de pie sobre los pedales, aferraba el manubrio con las muñecas
hacia arriba. Parecía un hombre que tratara de levantar una pesa. En el cuello le
sobresalían los tendones. Las venas le palpitaban en las sienes. Su boca se
estiraba en una temblorosa mueca de esfuerzo, mientras libraba la familiar batalla
contra el peso y la inercia, exprimiéndose para poner a Silver en movimiento.
Como siempre, el esfuerzo valió la pena.
Silver empezó a rodar con más velocidad. Las casas pasaban deslizándose en
vez de asomarse a los tumbos. A la izquierda, donde Kansas se cruzaba con
Jackson, el Kenduskeag se convirtió en el canal. Más allá de la intersección,
Kansas se encaminaba velozmente colina abajo, hacia Center y Main, el distrito
comercial de Derry.
Allí las calles se cruzaban con frecuencia, pero todas tenían stop a favor de Bill y
la posibilidad de que algún conductor las pasara por alto y lo convirtiera en una
mancha sanguinolenta contra el pavimento nunca le había pasado por la cabeza.
De cualquier modo, no es probable que hubiese cambiado sus hábitos. Podía
haberlo hecho, tal vez, antes o después en su vida; pero esa primavera y
comienzo de verano habían sido un tiempo extrañamente tormentoso para él. Ben
habría quedado atónito si alguien le hubiera sugerido que se sentía solo; Bill
habría quedado igualmente atónito si alguien le hubiera sugerido que estaba
cortejando a la muerte "¡P-p-p-por sup-p-puesto que n-no!", habría contestado
indignado. Pero eso no cambiaba el hecho de que sus paseos en bicicleta por
Kansas Street hacia el centro se habían hecho habituales al entibiarse el clima.
Ese sector de Kansas recibía el nombre de Up-Mile Mill. Bill lo enfiló a toda
velocidad, inclinado sobre el manillar de Silver para reducir la resistencia del
viento, con una mano puesta sobre el pomo resquebrajado de la bocina para
advertir a los desprevenidos, el pelo pelirrojo ondeando hacia atrás. El repiqueteo
de los naipes era un rugido constante. La mueca de esfuerzo se convirtió en una
gran sonrisa. A la derecha, las casas de familia dieron paso a los locales de
negocios (casi todos depósitos y envasadores de carne), que pasaban, borrosos,
en un zumbido aterrador pero satisfactorio. A su izquierda discernía el canal.
-¡Hai-oh Silver, Arreee! -vociferó triunfante.
Silver voló por sobre el primer bordillo y sus pies perdieron contacto con los
pedales. Iba a rueda libre, ya completamente en manos del dios designado para
proteger a los niños, quienquiera que fuese. Giró hacia la calle superando la
máxima indicada de cuarenta.
Ya todo había quedado atrás: el tartamudeo; los ojos vacuos y doloridos de su
padre cuando trajinaba en su taller; el terrible polvo acumulado sobre el piano sin
usar, porque su madre no había vuelto a tocar -la última vez había sido en el
funeral de George, tres himnos metodistas- George, saliendo a la lluvia con su