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encima del arroyo, había tuberías de cemento, de las que caían al Kenduskeag
                finos chorros de agua cenagosa. "Cuando alguien caga en la ciudad, por aquí sale
                la cosa", pensó Ben, recordando la explicación del señor Nell. Sintió una especie
                de furia desolada, impotente. En otros tiempos, tal vez había habido pesca en ese
                río. Ahora no había muchas esperanzas de pescar una trucha; a lo más se podía
                pescar un manojo de papel higiénico usado.
                   --Qué bien se está aquí -suspiró Bev.
                   --Sí, no está mal -coincidió Richie-. Se han ido los tábanos y la brisa aleja a los
                mosquitos. -La miró con aire esperanzado-. ¿Tienes un cigarrillo?
                   --No -dijo ella-. Tenía dos, pero los fumé ayer.
                   --Lástima.
                   Se oyó un silbato y todos levantaron la vista; un largo tren de carga pasaba por
                el terraplén, al otro lado de Los Barrens, rumbo al patio de maniobras. Menudo
                panorama verían los pasajeros, pensó Richie. Primero el barrio pobre de Old
                Cape; después los pantanos de bambúes, al otro lado del Kenduskeag; por fin,
                antes de abandonar Los Barrens, el foso humeante que era el basural de la
                ciudad.
                   Por un breve instante pensó otra vez en la historia de Eddie, lo del leproso que
                había visto bajo la casa abandonada de Neibolt Street. Lo apartó de su mente y se
                volvió hacia Ben.
                   --¿Qué parte te gustó más?
                   --¿Eh? -Ben se volvió hacia él, con cara culpable. Mientras Bev miraba al otro
                lado del Kenduskeag, absorta en sus propios pensamientos, él le había estado
                observando el perfil... y el moretón de la mejilla.
                   --De las películas, idiota. ¿Qué parte te gustó más?
                   --Me gustó cuando el doctor Frankenstein arroja los cuerpos a los cocodrilos que
                hay debajo de su casa -dijo Ben-. Eso fue lo mejor, para mí.
                   --Fue horrible -opinó Beverly, estremecida-. Detesto esas cosas: los cocodrilos,
                las pirañas, los tiburones.
                   --¿Qué son las pirañas? -preguntó Richie, inmediatamente interesado.
                   --Peces pequeñitos -explicó Beverly-. Tienen muchos dientes pequeñitos, pero
                terriblemente afilados. Si te metes en un río donde hay pirañas, te comen hasta los
                huesos.
                   --¡Ah!
                   --Una vez vi una película. Los nativos querían cruzar un río, pero el puente se
                había caído -dijo ella-. Así que cogieron una vaca y la hicieron entrar al río, y
                cruzaron mientras las pirañas se la comían. Cuando la sacaron, la vaca era sólo
                un esqueleto. Tuve pesadillas durante una semana.
                   --Vaya, cómo me gustaría tener algunos peces de éstos-dijo Richie alegremente-
                . Los pondría en la bañera de Henry Bowers.
                   Ben soltó una risita.
                   --No creo que se bañe.
                   --Eso no lo se, pero si se que será mejor cuidarnos de esos tipos -apuntó
                Beverly, tocándose el moretón de la mejilla-. Anteayer mi padre me dio una buena
                tunda por romper unos platos. Y con una a la semana me basta.
                   Hubo un momento de silencio que habría podido ser incómodo, pero no lo fue.
                Richie lo quebró diciendo que a él le había gustado más la parte en que el
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