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dejaron de disparar tiros para iniciar el fuego de ametralladora. Los bamboleos se
                hicieron más pronunciados. Richie cerró los ojos y esperó a que ocurriera lo
                inevitable.
                   Entonces Bill vociferó:
                   --¡Hai-oh, Silver, arreee!
                   La bicicleta tomó más velocidad y por fin cesó de marearlos con ese bamboleo.
                Richie aflojó las manos aferradas a la cintura de Bill y se sostuvo del castillo
                montado sobre la rueda trasera. Bill cruzó Kansas Street en diagonal, voló por las
                calles laterales a una velocidad cada vez mayor y se encaminó hacia Witcham
                Street como si corriera por estratos geológicos. Abandonaron Straphan Street y
                tomaron por Witcham a una velocidad exorbitante. Bill inclinó a Silver hasta casi
                tumbarla, bramando otra vez:
                   --¡Hai-oh, Silver!
                   --¡Vamos, Gran Bill! -gritó Richie, tan asustado que estaba a punto de
                ensuciarse los vaqueros, pero riendo como loco-. ¡Échale el resto!
                   Bill respondió poniéndose de pie sobre los pedales, para imprimirles un ritmo
                lunático. Richie estudió su espalda, asombrosamente ancha, considerando que
                sólo tenía once años, y el movimiento de sus hombros bajo la chaqueta. De pronto
                tuvo la seguridad de que eran invulnerables, de que vivirían por siempre jamás.
                Bueno, tal vez los dos no... pero Bill sí, seguro. Bill no tenía idea de lo fuerte que
                era, tan seguro, tan perfecto.
                   Volaron por Witcham Street, entre casas cada vez más espaciadas, por
                intersecciones menos frecuentes.
                   --¡Hai-oh, Silver! -chilló Bill.
                   Y Richie aulló, con su voz de negro Jim, potente y aguda:
                   --¡Aio, Silver! ¡Eso é, amito, eso é! ¡Cómo cure el amito, señó! ¡Aio, Silver,
                Arreeee!
                   Ya estaban cruzando terrenos verdes, planos y sin profundidad bajo el cielo gris.
                Richie distinguió, en la distancia, la vieja estación de ladrillos. A su derecha, los
                depósitos de hojalata marchaban en fila. Silver se sacudió sobre un par de vías del
                tren; luego cruzó otras.
                   Y allí estaba Neibolt Street saliendo hacia la derecha. Bajo el cartel de su
                nombre, otro decía: "A la vía del tren". Estaba oxidado y colgaba torcido. Más
                abajo había un tercer cartel, más grande, de fondo amarillo con letras negras. Era
                casi un comentario a lo que eran las vías en sí. Decía: "Callejón sin salida".
                   Bill viró hacia Neibolt, se acercó a la acera y bajó el pie.
                   --D-d-desde aquí ir-iremos c-ccaminando.
                   Richie se bajó de la cesta, con una sensación de alivio y pena.
                   --De acuerdo.
                   Caminaron por la acera, resquebrajada y llena de hierbas. Delante, en las vías,
                una locomotora diesel marchaba lentamente, dejaba apagar su ruido y volvía a
                empezar.
                   --¿Tienes miedo? -preguntó Richie.
                   Bill, que llevaba a Silver por el manillar, le dirigió una breve mirada.
                   --S-sí. ¿Y tú?
                   --Por supuesto.
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