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Bill le contó que, la noche anterior, había interrogado a su padre sobre Neibolt
                Street. Al parecer, allí habían vivido muchos ferroviarios hasta el final de la
                Segunda Guerra Mundial: ingenieros, maquinistas, señaleros o peones. La calle
                había declinado junto con la estación. A medida que Bill y Richie avanzaban, las
                casas se iban separando cada vez más y se tornaban más sucias, más pobres.
                Las últimas tres o cuatro, a ambos lados, estaban vacías y cerradas con tablas,
                con los patios invadidos por la hierba. Un cartel de "se vende" se balanceaba
                desoladamente en un porche. A ojos de Richie, ese letrero parecía tener mil años.
                La acera se interrumpió. Ahora caminaban por una senda apisonada, donde las
                hierbas crecían sin mucha convicción.
                   Bill se detuvo y señaló.
                   --A-a-ahí est-está.
                   El 29 de Neibolt Street había sido, en otros tiempos, una pulcra vivienda roja al
                estilo de Cape Cod. Tal vez, pensó Richie, ahí había vivido un ingeniero, un
                soltero que no usaba pantalones sino vaqueros, y guantes de cuero, y gorras
                acolchadas. Un tipo que iba a esa casa una o dos veces al mes, para pasar tres o
                cuatro días escuchando la radio mientras atendía el jardín. Un tipo que comía casi
                todo frito (y sin verduras, aun que las cultivaría para sus amigos) y que, en las
                noches ventosas, pensaba en la muchacha de sus sueños.
                   Ahora, la pintura roja se había desteñido hasta un rosa debilucho que se estaba
                descascarillando en feos parches parecidos a llagas. Las ventanas eran ojos
                ciegos, cerradas con tablas. Casi todas las tejas habían desaparecido. La hierba
                crecía a ambos lados de la casa y el césped estaba cubierto de dientes de león,
                los primeros de la temporada. A la izquierda, una alta cerca de madera, cuyo
                blanco, tal vez níveo algún día, había tomado un gris opaco casi igual al del cielo
                cubierto, se inclinaba a un lado y otro, entre los arbustos, como si estuviera ebria.
                Por la mitad de esa cerca, Richie divisó un bosquecillo de girasoles; los más altos
                parecían superar el metro y medio. Tenían un aspecto horripilante que no le gustó.
                La brisa los sacudía, haciendo que cabecearan como diciendo: "Han llegado los
                chicos Muy bien, ¿no? Más chicos para nosotros." Richie se estremeció.
                   Mientras Bill apoyaba a Silver contra un olmo, Richie estudió la casa. Vio que
                una rueda asomaba entre el pasto denso, cerca del porche, y lo señaló. Bill
                asintió; era el triciclo caído que había mencionado Eddie.
                   Miraron calle arriba y calle abajo. El chu-chu de la locomotora subió, bajó y
                volvió a acentuarse. El ruido parecía pender como un hechizo con el cielo nublado.
                Neibolt estaba completamente desierta. Richie oía algún coche, de vez en cuando,
                por la carretera 2, pero no lo podía ver.
                   La locomotora se oyó más cerca y más lejos, más cerca y más lejos.
                   Los enormes girasoles cabeceaban con aire sabio. "Chicos frescos. Buenos
                niños para nosotros."
                   --¿L-l-listo? -preguntó Bill.
                   Richie dio un saltito.
                   --¿Sabes una cosa? Los últimos libros que saqué de la biblioteca vencen hoy -
                dijo Richie-. Tendría que...
                   --C-c-corta el r-rollo, R-r-richie. ¿Est-estás listo o no?
                   --Creo que sí -dijo Richie, sabiendo que no estaba listo ni lo estaría nunca.
                   Cruzaron el césped lleno de hierbas hasta el porche.
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