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El vidrio no se rompió; giró hacia fuera, sobre una vieja bisagra de acero
                escamada de herrumbre. Cayó otro poco de polvo negro, esta vez en la cara de
                Richie. Se retorció hasta salir al patio lateral como una anguila, aspirando el aire
                fresco, sintiendo el latigazo de la hierba alta en la cara. Tuvo una vaga conciencia
                de que estaba lloviendo. Vio los gruesos tallos de los grandes girasoles, verdes y
                velludos.
                   La Walther se disparó por tercera vez y la bestia del sótano aulló; fue un sonido
                primitivo, de rabia pura. Luego Bill gritó:
                   --¡Me ha at-atrapado, Richie! ¡Ayú-ayúdame! ¡Me atr...!
                   Richie giró en redondo, en cuatro patas, y vio la cara aterrorizada de su amigo
                vuelta hacia arriba, en el cuadrado de ventana por la cual, en cada otoño, habían
                descargado una carretada de carbón para el invierno.
                   Bill yacía despatarrado en el carbón. Sus manos se agitaban intentando alcanzar
                infructuosamente el marco de la ventana. Y se deslizaba hacia atrás... No: estaba
                siendo arrastrado hacia atrás. Richie apenas veía algo. Era una sombra móvil,
                corpulenta, detrás de Bill. Una sombra que gruñía y gimoteaba, casi humana.
                   No hacía falta verla. Richie la había visto el sábado anterior, en la pantalla del
                Aladdin. Era una locura total, pero aun así el chico no puso en tela de juicio su
                propia cordura ni esa conclusión.
                   El hombre-lobo había atrapado a Bill Denbrough.
                   Sólo que no era Michael Landon, con un montón de maquillaje en la cara y
                mucha piel postiza. Era real.
                   Como para demostrarlo, Bill volvió a aullar.
                   Richie estiró la mano y aferró las manos de Bill. En una de ellas encontró la
                Walther y, por segunda vez en ese día, miro directamente su ojo negro... sólo que
                ahora estaba cargada.
                   Forcejearon por Bill. Richie lo tenía por las manos; el hombre-lobo, por los
                tobillos.
                   --¡Ve-vete de aquí, Richie! -bramó Bill-. ¡Lárgate...!
                   De pronto, la cara del hombre lobo salió de la oscuridad. Tenía la frente baja y
                echada hacia atrás, cubierta de vello. Sus mejillas eran huecas y peludas. Sus
                ojos pardo oscuro traslucían una horrible inteligencia. La boca se abrió en una
                serie de gruñidos de espuma blanca que le goteaba por la barbilla. En la cabeza,
                el pelo estaba peinado hacia atrás, en una horrible parodia de la cola de pato que
                usaban los adolescentes. Echó la cabeza atrás y rugió, sin apartar los ojos de
                Richie.
                   Bill trepó por el carbón. Richie lo cogió por los brazos y tiró con fuerza. Por un
                momento creyó que iba a ganar. Pero entonces el hombre-lobo se apoderó
                nuevamente de las piernas de Bill y tiró de él hacia atrás, llevándoselo hacia la
                oscuridad. Era más fuerte. Había apresado a Bill y quería quedárselo.
                   En ese instante, sin la menor idea de lo que estaba haciendo ni de por qué lo
                hacía, Richie oyó que la voz del policía irlandés brotaba de una mala imitación; ni
                siquiera se trataba del señor Nell. Era la voz de todos los policías irlandeses que
                alguna vez agitaron la porra después de media noche para comprobar las puertas
                de los establecimientos cerrados.
                   --¡O lo sueltas, muchacho, o te rompo esa cabezota! ¡Por Cristo que te la rompo!
                ¡Suéltalo ahora mismo si no quieres que te sirva tu propio hígado en una bandeja!
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