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Volvió la cabeza y se encontró con aquellos ojos cenagosos, asesinos.
                   --¡Bill! -Trató de aullar el nombre, pero salió sin fuerza, sin sonido.
                   De cualquier modo, Bill pareció oírlo. Pedaleó más que nunca en su vida. Era
                como si las entrañas le estuvieran subiendo, perdiendo anclas. En el fondo de la
                garganta sentía un dulzón gusto a sangre. Los ojos le sobresalían de las órbitas.
                Su boca colgaba, abierta, tragando aire a paladas. Y lo llenó un descabellado,
                irresistible entusiasmo, algo salvaje, libre, totalmente suyo. Un deseo. Se irguió
                sobre los pedales, instándolos, castigándolos.
                   Silver siguió cobrando velocidad. Ya empezaba a sentir la carretera. Empezaba
                a volar.
                   --¡Hai-oh, Silver! -gritó otra vez-. ¡Hai-oh, Silver! ¡Arreee!
                   Richie seguía escuchando el veloz golpeteo de los zapatos en el pavimento.
                Cuando se volvió a mirar, la zarpa del hombre-lobo lo golpeó por encima de los
                ojos con una fuerza entumecedora. Por un momento, Richie pensó que se le había
                desprendido la tapa de los sesos. Las cosas parecieron súbitamente opacas,
                carentes de importancia. Los sonidos iban y venían. El mundo perdió color. Giró
                hacia atrás aferrándose desesperadamente a Bill. La sangre caliente le chorreó
                hasta el ojo derecho, ardorosa.
                   La zarpa voló otra vez golpeando el guardabarro trasero. Richie sintió que la
                bicicleta se balanceaba locamente, a punto de caer, pero volvió a enderezarse. Bill
                gritó: "¡Hai-oh, Silver, arree!", pero eso también sonó lejano, sólo un eco oído en el
                momento de apagarse.
                   Richie cerró los ojos, prendido a Bill, y esperó que llegara el final.



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                   Bill también había oído el sonido de los zapatos y comprendió que el payaso aún
                no renunciaba, pero no se abrevió a mirar. "Vamos, muchacho -pensó-. ¡Dámelo
                todo, todo lo que tengas para dar! ¡Vamos, Silver!"
                   Una vez más, Bill Denbrough se encontró corriendo como si lo llevara el diablo.
                Sólo que ahora huía de un diablo vestido de sonriente payaso, cuya cara sudaba
                pintura blanca, cuya boca se curvaba en una roja mueca vampiresa, cuyos ojos
                eran brillantes monedas de plata. Un payaso que, por algún motivo, llevaba una
                chaqueta de la secundaria de Derry sobre su traje plateado, con volantes y
                pompones naranja.
                   Neibolt Street pasaba como un borrón. Silver empezaba a zumbar. ¿Era sólo
                idea suya o el payaso había quedado un poco atrás? Aún no se abrevió a girarse
                Richie lo estaba estrujando, dejándolo sin aliento. Bill hubiera querido decirle que
                aflojara un poco, pero tampoco se abrevió a gastar fuerzas en eso.
                   Allá delante, como un bello sueño, estaba el "Stop" que indicaba la intersección
                de Neibolt con la carretera 2. Los coches pasaban en ambas direcciones por
                Witcham Street. En su exhausto terror, a Bill le pareció casi un milagro.
                   En ese momento, porque tendría que aplicar los frenos un segundo después (o
                hacer algo realmente ingenioso), se arriesgó a mirar por encima del hombro.
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