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y jadeos. De vez en cuando piensa en el gran pato sobre el flanco del avión y
                suelta otro torrente de risitas.
                   Al cabo de un momento, le devuelve el pañuelo.
                   --Gracias.
                   --Por Dios, señora, ¿qué le ha pasado en la mano? -El se la suelta por un
                momento.
                   Beverly baja la vista y ve sus uñas desgarradas, las que se rompió hasta la
                cutícula al tumbar el tocador contra Tom. Ese recuerdo duele más que las uñas y
                acaba definitivamente con la risa. Retira la mano con suavidad.
                   --Me la cogí con la puerta del coche, en el aeropuerto-dice, pensando en todas
                las mentiras que ha dicho para ocultar lo que Tom le hacía, en todas las mentiras
                que decía para disimular los moretones que le hacia su padre. ¿Es ésa la última
                mentira? Qué maravilloso seria, casi demasiado como para creerlo. Piensa en un
                médico que asistiera a un caso de cáncer terminal y dijera: "Las radiografías
                muestran que el tumor se está reduciendo. No tenemos idea de por qué, pero así
                es."
                   --Ha de dolerle mucho -dice él.
                   --Tomé unas aspirinas. -Ella vuelve a abrir la revista proporcionada por la
                compañía, aunque él sabe que ya la ha hojeado dos veces.
                   --¿Adónde va?
                   Beverly cierra la revista, lo mira, sonríe.
                   --Usted es simpático, pero no quiero conversar. ¿De acuerdo?
                   --De acuerdo -dice él, devolviéndole la sonrisa-. Pero si quiere brindar por el
                pato del avión cuando lleguemos a Boston, cuente conmigo.
                   --Gracias, pero debo tomar otro avión.
                   --Vaya suerte -comenta él, mientras vuelve a abrir su novela-. Su risa es
                maravillosa. Podría enamorar a cualquiera.
                   Ella abre otra vez su revista, pero se descubre observando sus uñas rotas en
                vez de leer el articulo sobre los placeres de Nueva Orleáns. Bajo dos de ellas tiene
                ampollas de sangre purpúrea. en su mente oye los gritos de Tom: "¡Te voy a
                matar, hija de puta!" Se estremece. Hija de puta para Tom, hija de puta para las
                costureras que se afanaban antes de los desfiles importantes y recibían, a cambio,
                las iras de Beverly Rogan; hija de puta para su padre, mucho antes de que Tom o
                las indefensas costureras fueran parte de su vida.
                   Hija de puta.
                   Pedazo de puta.
                   Grandísima puta.
                   Cierra momentáneamente los ojos.
                   El pie, cortado por un trozo de cristal al huir de la habitación, le palpita más que
                los dedos. Kay le dio una tirita, un par de zapatos y un cheque por mil dólares que
                Beverly se apresuró a cobrar, a las nueve de la mañana, en el First Bank of
                Chicago.
                   Contra las protestas de Kay, Beverly libró un cheque suyo por mil dólares, en
                una simple hoja de papel para máquina.
                   --Cierta vez leí que tienen que pagar un cheque sin fijarse en qué papel está
                escrito -dijo a Kay. Su voz parecía surgir de otro sitio. Como de una radio en otra
                habitación-. Alguien cobró, una vez, un cheque firmado en una cápsula de
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