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fueron bastante exitosos. En los tres años transcurridos desde el último, sin
embargo, había pasado un poco de moda y Beverly pensaba que, para ella, era
una especie de alivio. Sus inversiones habían dado buenos frutos ("El feminismo y
el capitalismo no se excluyen mutuamente, gracias a Dios", había dicho a
Beverly), por lo que ahora era una mujer adinerada, con casa en la ciudad, casa
en el campo y dos o tres amantes lo bastante viriles como para seguirle el tren en
la cama, pero no tanto como para ganarle jugando al tenis. "Cuando llegan a eso,
los dejo de inmediato", decía ella, como si hablara en broma, aunque Beverly se
preguntaba si era realmente así.
Beverly llamó un taxi. Se acurrucó en el asiento trasero con su muleta, feliz de
escapar a la mirada del empleado. Dijo al conductor la dirección de Kay.
Su amiga la estaba esperando en el extremo del sendero de entrada, con un
abrigo de visón sobre el camisón de franela. Calzaba pantuflas rosadas con
pompones. Por suerte, los pompones no eran anaranjados; eso habría podido
hacer que Beverly huyera otra vez en la noche, gritando. El trayecto hasta la casa
de Kay había sido extraño; iba recuperando recuerdos con tanta celeridad y nitidez
que se sentía asustada. Era como si alguien hubiera entrado en su cabeza con
una excavadora, para excavar un cementerio mental cuya existencia ella ignorara
hasta entonces. Sólo que eran nombres y no cadáveres los que aparecían,
nombres que ella no había recordado en años: Ben Hanscom, Richie Tozier, Greta
Bowie, Henry Bowers, Eddie Kaspbrak... Bill Denbrough. Especialmente, Bill; lo
apodaban Bill el Tartaja, con esa franqueza de los chicos que a veces se toma por
candor y otras veces por crueldad. Él le había pareado perfecto, hasta que abrió la
boca y comenzó a hablar, claro.
Nombres... lugares... cosas que habían pasado.
Con frío y calor alternativamente, había recordado las voces del desagüe... y la
sangre. Su padre le había dado una buena tunda por gritar. Su padre... Tom...
La amenazó el llanto... y en ese momento Kay pagó al conductor y le dio tal
propina que el hombre, asombrado, exclamó:
--¡Gracias, señora! ¡Es muy amable!
Kay la llevó a la casa, la metió bajo la ducha, le dio una bata cuando salió,
preparó café y revisó sus heridas. Le puso tintura de yodo en el pie y una tirita
sobre el corte. Vertió una generosa dosis de coñac en su segunda taza de café y
le ordenó que la bebiera hasta la última gota. Después preparó bistecs con
champiñones.
--Muy bien -dijo-, ¿qué pasó? ¿Hay que llamar a la policía o sólo enviarte a
Reno para que trámites el divorcio lo más rápido posible?
--No puedo decirte mucho -dijo Beverly-. Te parecería demasiado demencial.
Pero en realidad la culta fue mía...
Kay golpeó la mesa. Bev dio un respingo en la silla.
--No quiero oírte decir eso -exclamó Kay con las mejillas encendidas y los ojos
pardos echando chispas-. ¿Cuánto tiempo hace que somos amigas? ¿Nueve
años, diez? Si llego a oírte decir una vez más que fue culpa tuya, vomitaré. ¿Me
oyes? Voy a vomitar, joder. No fue culpa tuya, ni esta vez ni la vez anterior ni
nunca.
¿No sabes el miedo que teníamos todos tus amigos de que ese hombre tarde o
temprano acabara por matarte?