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Una bocanada de sangre brotó súbitamente del sumidero salpicando el lavabo,
                el espejo y el empapelado con su diseño de lirios y ranas. Beverly lanzó un alarido
                súbito y penetrante. Retrocedió, apartándose del lavabo, chocó contra la puerta, la
                abrió a manotazos y corrió hacia la sala, donde su padre estaba levantándose.
                   --¿Qué demonios te pasa? -preguntó con ceño.
                   Aquella noche estaban solos en la casa; la madre de Bev trabajaba en el turno
                de tres a once en Green.s, el mejor restaurante de Derry.
                   --¡En el baño! -gritó, histérica-. ¡El baño, papá, en el baño...!
                   --¿Alguien estaba espiándote, Beverly?
                   La mano del padre salió disparada para sujetarla por el brazo, con fuerza. En su
                cara había preocupación, pero una preocupación codiciosa, algo más
                atemorizante que consolador.
                   --No... el lavabo... en el lavabo... el... la -rompió en sollozos. El corazón le latía
                con tanta fuerza que temió ahogarse.
                   Al Marsh la apartó a un lado con una expresión que decía: "Oh, Dios, y ahora
                qué", y entró en el baño. Estuvo allí tanto tiempo que Beverly volvió a asustarse.
                Por fin bramó:
                   --¡Beverly! ¡Ven aquí!
                   No era cuestión de desobedecer. Si los dos hubieran estado de pie al borde de
                un acantilado y él hubiera ordenado dar un paso hacia el frente, su obediencia
                instintiva la habría hecho franquear el borde antes de que su mente racional
                pudiera intervenir.
                   La puerta del baño estaba abierta. Allí estaba su padre: un hombre grande que
                ya estaba perdiendo el pelo castaño rojizo, heredado por Beverly. No bebía, no
                fumaba, no iba con mujeres. "En casa tengo todas las mujeres que me hacen
                falta", decía, a veces, y en esas ocasiones esbozaba una sonrisa peculiar,
                cargada de secretos; en vez de iluminarle el rostro, tenía el efecto contrario. Ver
                esa sonrisa era como observar la sombra de una nube pasando velozmente por
                un terreno rocoso. "Ellas se ocupan de mí y cuando hace falta yo me ocupo de
                ellas."
                   --Ahora dime de qué tontería se trata -preguntó al verla entrar.
                   Beverly sintió la garganta reseca. El corazón le retumbaba en el pecho y sintió
                ganas de vomitar. Había sangre en el espejo corriendo en largos hilos. Había
                manchas de sangre en la bombilla, sobre el lavabo. La sangre corría también por
                los lados de porcelana cayendo en gordas gotas al piso de linóleo.
                   --Papá... -susurró ella, ronca.
                   Él se volvió, disgustado (como ocurría con tanta frecuencia) y comenzó a lavarse
                las manos en la pileta ensangrentada.
                   --Habla, mujer, por Dios. No sabes el susto que me has dado. A ver si te
                explicas.
                   Se estaba lavando las manos en el lavabo. Beverly vio manchas de sangre en la
                tela gris de los pantalones, allí donde rozaban los bordes, si su frente tocaba el
                espejo (estaba muy cerca), tendría sangre también sobre la piel. La chica ahogó
                un grito en la garganta.
                   Él cerró el grifo. Tomó una toalla con dos abanicos de salpicaduras rojas y
                comenzó a secarse las manos. Beverly, casi desmayada, le vio llenarse de sangre
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